Joseph Jonas se había preparado para el derroche de
riqueza, pero aun así, se quedó anonadado cuando el taxi se detuvo frente a la
mansión colonial inundada de luz. El exterior era del color del trigo maduro y
parecía que alguien acabara de pintar las molduras de color marfil aquella
misma mañana.
Demi había vivido allí. Pensar aquello le produjo un efecto
revitalizador y se sobrepuso a la fatiga del vuelo trasatlántico. Seguramente,
sus padres podrían decirle dónde encontrarla.
El camino circular los había llevado hasta una elegante
entrada, pero el atractivo mayor de la casa eran las vistas que tenía desde la
parte posterior, donde el terreno descendía suavemente hacia el Hudson. Por el
camino, Joseph había alcanzado a ver el
majestuoso río entre los árboles varias veces, y el conductor le había señalado
con entusiasmo una barcaza que se deslizaba sobre el agua, iluminada como un
árbol de Navidad, con el sonido de los motores retumbando en el aire de la
noche.
Con su instinto de agente inmobiliario, Joseph calculó rápidamente lo que debía de valer
la casa, sin tener en consideración siquiera el valor del terreno que la
rodeaba. Incluso en la oscuridad, se apreciaba que los jardines eran enormes y
estaban bien cuidados. El negocio de la prensa le había ido muy bien a Russell
P. Franklin.
—Bonito sitio —dijo el taxista, y apagó el motor.
—No está mal —convino Joseph.
Pero, por muy impresionante que fuera la casa, él no querría
vivir allí. Tampoco podía imaginarse a Demi,
un espíritu libre, obligada a pasar la infancia tras aquellas puertas cerradas.
Estaba comenzando a entender la soledad que habría sentido al ser hija única en
Franklin Hall.
Cuando abrió la puerta del taxi, percibió el agradable olor
de la chimenea. Eso lo animó, aunque dudaba que el salón de aquella mansión
fuera tan acogedor como el del Rocking D. Sin embargo, en aquel momento no
necesitaba un lugar acogedor. Necesitaba información. Esperaba con todas sus
fuerzas que los padres de Demi pudieran
dársela.
Se volvió hacia el taxista.
—Mire, no sé cuánto voy a tardar, así que será mejor que
espere en la casa, donde podrá estar más cómodo y caliente.
—No, gracias. Prefiero estirar las piernas y fumarme un
cigarrillo, si a usted no le importa. Estaré preparado para cuando quiera
marcharse.
—De acuerdo — Joseph se
sentía demasiado impaciente como para discutir—. Llame a la puerta si cambia de
opinión —dijo.
Dejó la mochila en el asiento trasero, salió del vehículo y
subió las escaleras de la puerta principal. Levantó la aldaba de bronce y llamó
dos veces.
Casi inmediatamente, Barclay, el mayordomo inglés de la
familia, abrió la puerta y lo informó de que el señor y la señora Franklin
estaban en la biblioteca. Después, lo condujo amablemente hacia la sala.
Mientras atravesaba las lujosas estancias de la mansión
siguiendo al mayordomo, Joseph no pudo
evitar pensar en
Demi. La última imagen que tenía de ella lo torturaba. Sus largos rizos
rojizos revueltos, después de hacer el amor, y los ojos marrones llenos de
lágrimas de ira. « ¿No me quieres lo suficiente?», le había preguntado
sollozando.
Él se había marchado sin responder, lo cual constituía una
contestación más que efectiva. Después de cerrar la puerta tras él, Joseph había oído que un objeto golpeaba el panel
de madera y se hacía añicos en el suelo.
Para Demi, el amor
significaba el matrimonio y tener hijos. Y él no estaba dispuesto a darle
ninguna de las dos cosas porque pensaba que sería un desastre en ambas. Y
todavía lo pensaba, pero Demi lo había
obsesionado durante todo el tiempo que había pasado en el extranjero. Otra
trabajadora de los campos de refugiados, una chica muy dulce, le había
propuesto acostarse con ella y él había aceptado alegremente, pero para
disgusto suyo, había descubierto que no podía hacer el amor con nadie salvo con
Demi.
Finalmente, había tenido que aceptar la verdad. Durante el
año que había pasado viendo a Demi, mientras
creía que estaba protegiendo su corazón, ella había conseguido traspasar las
barreras y se había instalado como un huésped permanente. Él podía pasar solo
el resto de su vida, o podía intentar superar sus miedos y darle a Demi lo que
quería.
Aunque era arriesgado estar con él, Demi
había estado dispuesta a darle una oportunidad. Y Joseph se preguntaba si todavía lo estaría. En el
campamento de refugiados, había conocido a gente a la que había separado a la
fuerza de sus seres queridos, y tenían que conseguir desde cero, el más mínimo
contacto humano. Después de presenciar aquello, el hecho de haberse separado de
Demi le parecía un capricho estúpido de su
ego. Le habían ofrecido mucho y él lo había despreciado tontamente.
La idea de tener hijos lo asustaba, pero quizá, con el
tiempo, también pudiera acostumbrarse a eso. Si quería crear un programa de
adopción para huérfanos de guerra, sería un hipócrita si no sopesara esa
posibilidad para sí mismo.
Pero primero, debía encontrar a
Demi, y no tenía ni la más mínima idea de dónde podía estar. Durante
diecisiete meses, se la había imaginado en su pequeño apartamento de Aspen. Sin
embargo, no la había encontrado allí, y eso lo había vuelto loco.
El mayordomo se detuvo en la entrada de la biblioteca para
anunciarlo y Joseph estaba tan absorto en
sus pensamientos, que estuvo a punto de chocarse con él.
—El señor Joseph Jonas,
señor —dijo el mayordomo.
—Hágalo pasar, Barclay —dijo una voz profunda desde el
interior de la sala.
El mayordomo se apartó y Joseph intentó
controlar su ansiedad mientras entraba. Esa gente podía conducirlo a Demi.
Russell D. Lovato, un hombre robusto de pelo plateado, se
levantó de su butaca de cuero y se acercó a él con la mano extendida. La señora
Russell P. continuó sentada frente a la
chimenea. Se parecía mucho a Demi. Adele Lovato sonrió para saludarlo, pero al mismo
tiempo lo escrutó minuciosamente. Y bajo su mirada, Joseph
recordó lo descuidado que era su aspecto en comparación con el de sus
anfitriones. Sin duda, los jerséis y los pantalones que vestían eran ropa
informal, pero seguramente costarían el triple de lo que él se gastaría en su
habitación de hotel aquella noche.
Afortunadamente, ni Adele ni Russell sabían
que él tenía intenciones con respecto a su única hija, porque de lo contrario,
probablemente lo echarían de allí.
—Me alegro de que haya pasado por aquí, Jonas —dijo Russell mientras le estrechaba la
mano con firmeza y calidez—. Acérquese al fuego. ¿Qué quiere tomar? ¿Una copa,
algo de comer?
—Un whisky sería estupendo —respondió Joseph.
En realidad, no tenía ganas de tomar una copa, pero había
sido agente inmobiliario el tiempo suficiente como para conocer el valor de
aceptar la hospitalidad de alguien si se quería conseguir una venta. Y aquello
era, posiblemente, la venta más importante de su vida. Hubiera preferido una
cerveza, pero Lovato Hall
no parecía una casa donde fueran muy aficionados a semejante bebida.
—Bien —respondió Russell, satisfecho, mientras le hacía un
gesto al mayordomo—. Y por favor, Barclay, dígale a la cocinera que prepare
unos sandwiches —añadió—. Éste hombre se ha estado alimentando de comida de
avión.
La comida del avión era un lujo comparada con lo que tenían
que comer los refugiados, pensó Joseph. Pero
ése no era el momento de decir aquello.
—Disculpen mi aspecto —dijo mientras se acariciaba la barba—.
Vengo directamente del aeropuerto.
—No hay necesidad de que se disculpe —respondió Russell—. Un
hombre que se involucra en una causa como la suya no tiene tiempo para
preocuparse de las apariencias.
—Es verdad que a uno le cambian las prioridades —dijo Joseph, y se sentó en un sillón frente a la
chimenea, rodeada de estanterías llenas de libros.
Tanto Adele como Russell tenían un libro en la mesa que había
a su lado con un marcapáginas insertado. Entonces Joseph
se dio cuenta de que no había televisión en la estancia. Al parecer los Lovato creían que era posible pasar una velada
leyendo.
Adele se inclinó hacia delante.
—Es usted un filántropo, señor
Jonas. El resto de nosotros nos contentamos con enviar algo de dinero
para ayudar a esa pobre gente, pero usted ha invertido algo mucho más valioso:
a sí mismo. Lo admiro.
Su voz lo sobresaltó. Era la voz de Demi.
Tuvo ganas de cerrar los ojos y disfrutar de aquel sonido.
—Yo no lo veo exactamente así, señora
Lovato—dijo él—. Sencillamente, tenía que ir —explicó.
Y no sólo para escapar de sus demonios, los relacionados con Demi. Ése era otro de los asuntos que tenía que
tratar con su amante. Si Demi Lovato se
había enterado de lo que él había estado haciendo en el campo de refugiados,
posiblemente habría pensado que era una forma de escapar de ella. Sin embargo,
su decisión de ayudar en un país devastado por la guerra era algo mucho más
complejo.
—Llámeme Adele, por favor —dijo la madre de Demi con una sonrisa cálida.
Tenía los ojos grises, no marrones como los de su hija, pero
le recordaba tanto a ésta, que no podía dejar de mirarla. Ella entrelazó los
dedos en el regazo de la misma manera que lo hacía Demi
y cuando hablaba, fruncía ligeramente el ceño, como si estuviera
pensando cuidadosamente lo que iba a decir. Él adoraba aquel gesto de Demi—Claro —dijo Russell—. Dejemos las
formalidades.