— ¿Seguro que no necesitas ayuda? —inquirió
preocupada.
—Seguro —repuso él subiendo las escaleras.
Miley esperó hasta que no lo oyó moverse. Cuando
se hizo el silencio respiró aliviada.
De repente escuchó un golpetazo en el
dormitorio, seguido por una ristra de tacos. Alarmada, corrió escaleras arriba,
dudó un instante e irrumpió en la habitación.
— ¿Qué pasa? ¿Qué ha ocurrido?
De pie en medio de la habitación, con la
camisa abierta y el suelo lleno de botones, Nick volvió a perjurar.
—Ni siquiera puedo quitarme los malditos
vaqueros —se quejó, mirándose las manos vendadas.
Miley se quedó sin aliento. El flequillo despeinado
le caía sobre la frente, y la camisa abierta desvelaba hombros anchos, pecho
musculoso y un abdomen plano.
Parecía un poco salvaje. La combinación de su
fuerza y de su determinación frustrada la atraían peligrosamente. Sacudió la
cabeza para librarse de su reacción.
—Deja que te ayude —ofreció, acercándose a
él.
Como si estuviera tratando con un animalito,
le desabrochó los puños y sacó las mangas por encima de los abultados vendajes.
Se concentró en la hebilla del cinturón para evitar mirar su torso desnudo.
Nick había conseguido quitarse los
zapatos, pero el cinturón lo había superado.
Tomando aire de nuevo, ella se mordió el
labio y le desabrochó el cinturón y el botón. Aunque no debería haberle
parecido un gesto íntimo, sintió una oleada de calor. En el silencio, sólo se
escuchaba el sonido de la respiración de ambos. Se dijo que sería más fácil si
charlaban. Había sido peluquera durante años. Con esa experiencia debería ser
capaz de conversar en cualquier situación, pero sentía la boca seca y tenía que
controlar el temblor de las manos.
El sonido de la cremallera cuando la bajó fue
como un susurro. Demasiado consciente de lo que tenía entre manos, Miley cerró los ojos. Él despedía un aroma natural,
viril y sensual.
Le puso las manos en las caderas y deslizó
los vaqueros hacía abajo, agachándose para sacárselos. Hecho. Estaba a punto de
dar un suspiro de alivio cuando sintió su mano en la cabeza.
—Miley —dijo,
con el mismo tono suave de su niñez.
Ella miró hacia arriba, recorriendo su cuerpo
casi desnudo, hasta llegar a sus ojos.
—Gracias.
«Es lo menos que puedo hacer. Me salvaste la vida».
Esa idea reverberó en su cabeza cuando dejó la habitación. Pero no le hubieran
salido las palabras aunque le fuera la vida en ello.
Miley
dio gracias al
cielo cuando su profesor de civilización occidental se mostró compasivo y la
permitió que se examinara a finales de la semana. Entre el incendio y la mañana
que había pasado con Nick, estaba menos concentrada que una mosca.
Se recriminó severamente y prestó tanta
atención en las dos clases siguiente que se le quedó el cuello rígido. Sólo Miley sabía cuánto le había costado llegar hasta allí.
Sólo ella sabía el pánico que tenía al fracaso.
Eran muchos los que la habían desanimado en
el pasado.
«A los hombres no les gustan las mujeres
demasiado listas», susurraba su madre.
«Aprende un oficio. No necesitas ir a la
universidad. Acabarás casándote y quedándote embarazada», decía su padre.
«Los resultados de tus pruebas de
inteligencia indican que te iría mejor la formación profesional que prepararte
para la universidad», había dicho la asesora pedagógica del instituto.
Miley
había supuesto que
los demás sabían lo que le convenía. Se convirtió en una buena peluquera, con
muchas clientes leales, pero siempre se había preguntado cómo habría sido su
vida si hubiera estudiado una carrera. La duda terminó convirtiéndose en un
deseo ardiente. Cuando ganó una beca por su redacción sobre «Por qué es
importante la Universidad», Miley supo que su
sueño podía realizarse.
—Bueno, si al menos consigo superar el primer
semestre de análisis matemático —murmuró mientras entraba por la puerta de Nick, con
una bolsa de la compra y
una mochila llena de libros. Inmediatamente notó un fuerte olor a humo y arrugó
la nariz—. ¿Qué es…?
—Es parte de tu ropa —dijo Nick, señalando un par de cajas con la
cabeza—. Clarence las ha traído.
— ¿Clarence? Creía que estaba de viaje —comentó ella. Dejó la bolsa en la mesa de
la cocina y volvió rápidamente—. Huele fatal. Tendrías que haberlas dejado
fuera. Tengo que lavarlo todo.
—Dijo que reemplazará cualquier cosa que esté
arruinada y te dejó cien dólares. Traerá el resto de tus cosas en cuanto pueda.
— ¿Cien dólares? —Miley
parpadeó asombrada—. Clarence es agradable, pero muy… —se
interrumpió, sin querer insultar a su antiguo casero.
—Tacaño —concluyó Nick—. Hablé con él —dijo, con tanta
naturalidad que a Olivia casi se le escapó el
deje amenazador.
Miley lo observó. El chándal negro le quedaba tan
elegante como un traje a otros hombres. Le sentaba bien el color negro. Era
como una oscura aura de poder.
— ¿Hablaste con él? —aventuró.
—Sí.
— ¿Qué dijiste? —preguntó ella, insatisfecha
por la respuesta.
—No mucho —replicó él, encogiéndose de
hombros—. Simplemente le señalé los inconvenientes de un cableado eléctrico
defectuoso y lo caro que podía llegar a resultar.
—¿No le dirías a Clarence que pensaba demandarlo? —preguntó
ella mirándolo incrédula.
—No le dije a Clarence que ibas a demandarlo —repuso él,
tras una breve pausa. Ella bizqueó.
—Ya, ahora hablas como un abogado, ¿no? De
acuerdo ¿Le sugeriste que era una posibilidad?
—Sólo comenté las diversas posibilidades y
él, muy comprensivo, demostró que lo preocupaba mucho tu bienestar.
—Vaya —dijo ella, moviendo la cabeza
admirada.
La cautelosa expresión de él se suavizó
ligeramente y sus ojos brillaron de curiosidad.
—Vaya, ¿qué?
Miley se echó a reír.
—Si eres así de bueno después de quemarte las
manos y de tomarte una ración doble de calmantes, debes ser impresionante en un
tribunal.
—No se me da mal —se sonrió él.
—¿Te vas a hacer el humilde? ¿Cuánto me va a
costar tu conversación con Clarence?
—Podemos negociarlo.
—¿Una cena?
—Si además me das el chándal que llevas
puesto, trato hecho.
—¿Te gusta esto? —preguntó
Miley mirando el deslucido chándal.
—Lo usaré para limpiar el coche —replicó él y
la dejó allí, mirándolo estupefacta.
La tarde siguiente, Miley
entró a toda prisa cuando Nick le dictaba una carta a Helen por teléfono. Su melena oscura
se mecía alrededor de sus hombros cuando pasó junto a él. Emanaba tanta energía
nerviosa que casi zumbaba. Al mismo tiempo, su aura sexual era tal que
cualquier hombre se habría sentido mareado. A Nick lo impresionó que removiera hasta los
cimientos de la casa sin decir una sola palabra.
—Eso le dará un buen susto —le dijo a Helen—. Hablaré contigo más tarde.
— ¿Es eso lo que haces todos los días?
—preguntó Miley curiosa—. ¿Dictar cartas
amenazadoras?
—Yo lo llamo correspondencia motivadora
—sonrió Nick.
— ¿Motivadora? —Repitió Miley. Ladeó la cabeza con escepticismo.
—Soy razonable. Les doy varias oportunidades
para que eviten enfrentarse conmigo ante los tribunales.
— ¿Suelen ir a juicio tus casos?
—Pocas veces.
Ella lo miró fijamente y Nick sospechó que intentaba decidir
que opinión le merecía su profesión. Nick sabía que su actitud despiadada incomodaba a
mucha gente, pero funcionaba, así que sentía necesidad de justificarse.
—Eres un guerrero que lucha con palabras
—comentó ella por fin, y sonrió misteriosamente—. ¿Alguna vez se enamoran tus
clientes de ti?
—Si es un caso que se alarga mucho tiempo, a
veces me toman cariño —repuso él.
—¿Y tú? ¿Les tomas cariño?
Aunque Nick sintió el impulso inmediato de responder
negativamente, sabía que no era del todo cierto.
—Cuando empezaba perdí un caso porque sentía
mucha simpatía por mi cliente, y no preparé un buen plan. No puedo involucrarme
sentimentalmente —dijo— o se me nublan las ideas. Me enfurece la injusticia,
pero gano gracias a la estrategia.
—Sientes pasión por lo que haces —murmuró
ella con cierta envidia—. Tienes mucha suer… —sonó el teléfono,
interrumpiéndola. Arqueó una ceja y le sonrió—. ¿Quieres que conteste yo?
Él asintió, y el brillo divertido que vio en
sus ojos hizo que se quedara a observarla. Miley levantó
el auricular y sonrió abiertamente.
—Stacy Evans
—repitió, mirando a Nick interrogante. Él negó con la cabeza y ella agarró un lápiz—. Y te
gustaría traerle una comida casera. Mides uno setenta y dos y ganaste un premio
a «las mejores piernas» en un bar. Eres rubia. De acuerdo. ¿Aclaras el color
con revelador?
Él soltó una carcajada.
—Ah, reflejos —repitió Miley, asintiendo con la cabeza—. ¿Con gorro o con
papel de plata? —curioseó. Tras algunos comentarios puso fin a la
conversación—. Desde luego. Puedo garantizar que el señor Nick Nolan recibirá tu mensaje. Hasta
luego.
Colgó el teléfono mientras terminaba de
garabatear la nota.
—Esta sabe cocinar, pero es posible que tenga
un problema de raíces.
— ¿Por qué le hiciste esas preguntas cuando
sabes que no voy a llamarla? —preguntó él, confuso.
—He estado reconsiderando tu perspectiva
sobre este asunto y creo que podrías estar desperdiciando una gran oportunidad.
Piénsalo. Todas estas mujeres están interesadas por ti. Cuando decidas que quieres salir,
si tienes datos sobre ellas, puedes decidir si te apetece llamar a alguna.
—Están todas locas —replicó Nick, convencido de que ella también
había perdido la cabeza.
—Es posible —aceptó Miley
sonriente—. Pero están locas por ti.
—Están locas por quien ha descrito la prensa,
no por mí —negó Nick.
—¿Y qué diferencia hay entre lo que la prensa
dice y lo que eres de verdad?
Nick se sintió frustrado. Cuando Miley lo miraba, notaba que no sabía cuánto había
cambiado. Aún lo recordaba como sí fuera el chiquillo de Cherry Lane. Incluso de niña, siempre había
intentado analizar, ver más allá de lo meramente superficial, un rasgo que en
ese momento lo irritaba profundamente.
—Los medios de comunicación hablan de mí como
si fuera un héroe, un buen tipo, un tipo agradable —explicó, sabiendo que esos
tiempos quedaban muy atrás—. No soy un tipo agradable, Miley
—añadió, deseando que su advertencia no cayera en saco roto.
Nick vivía en un mundo de soltero. La
tintorería se ocupaba de casi toda su colada, y sus cenas consistían en comida
a domicilio, congelados o latas. Por eso, cuando el aroma de repostería que
salía del horno llegó al estudio, se preguntó si sufría alucinaciones.
Siguió leyendo unos minutos más aunque el
delicioso aroma no le dejaba concentrarse.
Por fin se rindió y bajó las escaleras. Miley estaba inclinada sacando un pastel del horno.
La voluptuosa curva de su trasero hizo que se
olvidara por completo del pastel. Nick sabía que debajo de los anchos vaqueros había
una cintura adorable, unas nalgas que deseaba acariciar, unos muslos sedosos
que conjuraban imágenes de placer y satisfacción.
Tenía un cuerpo capaz de hacer perder el
sentido a un hombre, pero no sólo eso. Su forma de moverse, de sonreír, de
permitir que sus emociones brillaran en sus ojos, le hacía pensar en sexo
salvaje y desenfrenado.
Durante un instante Nick pensó en aprovecharse de la
situación. Profesionalmente tenía fama de aprovecharse de todas las
situaciones. En sus relaciones personales había aprendido muy pronto a elegir
mujeres con una actitud sofisticada hacia el sexo y que mantuvieran sus
emociones bajo control.
Esas relaciones satisfacían su cuerpo pero lo
dejaban intranquilo. Era casi como si después se sintiera vacío. Nick se decía que era ridículo.
Prefería mantenerse alejado de relaciones complicadas y de mujeres liosas.
Aunque siempre había excepciones, pensó,
mirando a Miley de nuevo. Ella era emocional e
impredecible, pero sólo con ver cómo movía el cuerpo al andar, adivinaba que
sería una amante muy sensual. Exigente y generosa, todo un reto. Pero no sería
fácil de controlar y Nick estaba acostumbrado a tener el control.
Sería un reto.
Miley se dio la
vuelta de repente, los ojos oscuros abiertos con sorpresa, la cara y la blusa
manchadas de harina.
Liosa, pensó. Él había cambiado desde que era
un niño; Miley todavía llevaba las emociones a
flor de piel.
—Tienes la desagradable manía de aparecer por
sorpresa —lo reconvino.
Hasta su voz le hizo pensar en sábanas
alborotadas y piel desnuda. Sus ojos, en cambio, lo devolvieron a Cherry
Lane y puso freno a su
instinto.
—El olor te ha delatado. Me sorprende que el
horno haya sobrevivido. Nunca antes había tenido un pastel dentro. ¿De qué es?
—De cerezas —respondió ella—. Pero deberíamos
esperar hasta después de cenar. Ahora está que arde.
Fue un comentario inocente, y Nick estuvo por completo de acuerdo,
pero pensaba en otro tipo de ardor.