miércoles, 27 de marzo de 2013

Química Perfecta Capitulo 30




Joe
   
Estoy sentado en clase de matemáticas cuando el guardia de seguridad llama a la puerta y le dice al profe que tengo que acompañarlo fuera de clase. Cojo los libros con una mueca y dejo que el tipo disfrute del momento de satisfacción que le provoca humillarme en público.
    - ¿Y ahora qué? -pregunto.

    Ayer me sacaron de clase por haber iniciado una pelea en el patio. Aunque no fui yo quien la empezó. Puede que participara, pero no la empecé.

    - Vamos a hacer una pequeña excursión hasta las pistas de baloncesto -se mofa de camino a las instalaciones deportivas-. Joseph, el vandalismo contra los bienes de la escuela es un asunto muy serio.

    - Yo no he hecho nada -le aseguro. -Me han soplado que fuiste tú.
    ¿Te lo han soplado? ¿Acaso no conoces la frase «ha sido el que tenga las manos rojas»? Bueno, pues lo más seguro es que el chivato haya sido el responsable.
    - ¿Dónde está?

    El guardia de seguridad señala el suelo del gimnasio, donde alguien ha pintado con spray una triste réplica del símbolo de los Latino Blood.
    - ¿Puedes explicarme esto?
    - No -contesto.

    Otro guardia de seguridad se nos une.
    - Deberíamos comprobar su taquilla -sugiere.
    - Es una idea genial. Todo lo que encontrarán será una chaqueta de piel y libros.
    Mientras introduzco la combinación de la taquilla, pasa la señora P.
    - ¿Cuál es el problema? -interviene.
    - Vandalismo. En las pistas de baloncesto.

    Abro mi taquilla y doy un paso atrás para que los guardias la inspeccionen.
    - Aja -suelta uno de los guardias, metiendo la mano en la taquilla y sacando una lata vacía de spray negro de la estantería superior. Me la entrega y añade- : ¿Sigues pensando en proclamar tu inocencia?

    - Me la han jugado -señalo, y me vuelvo hacia la señora P., quien me mira como si acabara de cargarme a su gato-. Yo no he sido, señora P. Tiene que creerme -le imploro. Ya me veo metido en prisión por algo que ha hecho otro idiota.
    Joe, las pruebas hablan por sí solas. Me gustaría creerte, pero es muy difícil -explica, negando con la cabeza.

    Los guardias se han colocado a ambos lados. Sé lo que viene a continuación. La señora P. levanta la mano y los detiene-. Joe, tienes que poner de tu parte.

    Me siento tentado de no dar explicaciones, de permitirles pensar que he sido yo quien ha pintarrajeado los bienes del instituto. De todas formas, no creo que me hagan caso. Pero la señora P. me mira como si fuera un adolescente rebelde que quiere demostrarles a todos lo equivocados que están.

    - El símbolo no está bien hecho -digo, mostrándole el tatuaje del antebrazo-. Este es el símbolo de los Latino Blood. Una estrella de cinco puntas con dos horcas saliendo de la parte superior y las letras LB en medio. La que está en el suelo del gimnasio tiene seis puntas y dos flechas. Nadie que pertenezca a los Latino Blood cometería un error así.

    - ¿Dónde está el director Aguirre? -les pregunta mi profesora a los guardias.
    - Está reunido con el superintendente. Su secretaria dice que no quiere que le molesten.

    La señora P. mira su reloj.
    - Tengo clase en quince minutos. Joel, intenta contactar con el director Aguirre por el comunicador.

    A Joel, el guardia de seguridad, no parece entusiasmarle la idea.
    - Señora, pueden despedirnos por una cosa así.
    - Lo sé. Pero Joe es mi estudiante, y te aseguro que hoy no puede perderse mi clase.

    Joel se encoge de hombros e intenta contactar con Aguirre para que se reúna con él en el pasillo L. Cuando la secretaria le pregunta si se trata de una emergencia, la señora P. le arrebata a Joel el comunicador y le dice que lo considera una emergencia suya y que el director Aguirre debe acudir al pasillo L ahora mismo.

    Dos minutos más tarde, aparece Aguirre con una expresión ceñuda en el rostro.
    - ¿Qué ocurre aquí?
    - Vandalismo en el gimnasio -informa el guardia, Joel.
    - Maldita sea, Jonas. Tú otra vez, no -suelta, poniéndose rígido.
    - No he sido yo -le digo.

    - Entonces, ¿quién?
    Me encojo de hombros.
    - Director Aguirre, Joe dice la verdad -interviene la señora P-. Puede despedirme si me equivoco.
    Aguirre niega con la cabeza y se vuelve hacia el guardia de seguridad.

    - Lleva a Chuck al gimnasio y averigua lo que puede hacerse para limpiar esa cosa -dice, y señalándome con la lata de spray, añade-: Pero te lo advierto, Joe. Si me entero de que has sido tú, no te expulsaré, haré que te arresten. ¿Queda claro?
    Cuando los guardias se van, Aguirre continúa:

    Joe, no te he dicho esto antes, pero lo hago ahora. Cuando estaba en el instituto, pensaba que el mundo estaba en mi contra. No era muy distinto a ti, ¿sabes? Tardé mucho en darme cuenta de que yo era mi peor enemigo. Cuando lo hice, me cambió la vida. Ni la señora Peterson ni yo somos el enemigo.

    - Lo sé -admito, y en realidad, sé que es así.
    - Bien. Resulta que ahora estoy en medio de una reunión importante, así que si me disculpáis, estaré en mi despacho.

    - Gracias por creerme -le digo a la señora P. una vez se ha marchado el director.
    - ¿Sabes quién ha pintarrajeado el suelo del gimnasio? -insiste.
    La miro directamente a los ojos y le digo la verdad.

    - No tengo ni idea, aunque estoy completamente seguro de que no ha sido ninguno de mis amigos.
    - Si no fueras un pandillero, Joe, no te meterías en estos berenjenales. -Y suspira.
    - Sí, pero seguro que me metería en otros.

martes, 26 de marzo de 2013

La Chica que A La Que Nunca lo Miro Capitulo 13





Después de haber mantenido la calma de una forma admirable durante su pequeño discurso, Demi se giró y subió escaleras arriba. Se dio una ducha rápida que le supo a gloria y volvió a bajar con ropa de cama. Había esperado encontrarlo tumbado, pero Joseph se había sentado en una silla y había encendido la televisión. Estaban dando el pronóstico del tiempo.

Con rapidez y eficiencia, ella hizo la cama en el sofá con dos sábanas, un edredón y una almohada.

 –No deberías forzar la espalda –aconsejó ella, de pie junto al sofá, pues no pensaba quedarse con él a ver la televisión. Sería una situación demasiado familiar, incluso íntima, y prefería evitarla.

 –Cuanto más la fuerce, antes podré andar solo –replicó él y, al mirarla, se dio cuenta de que ella no tenía intención de acompañarlo más tiempo del estrictamente necesario–. ¿Es que no vas a relajarte y ver un poco la tele conmigo? –preguntó en un acto de masoquismo, pues conocía de antemano la respuesta.

Demi meneó la cabeza y murmuró algo acerca de limpiar la cocina, estar cansada y tener que enviar unos correos electrónicos…

 –En ese caso, no quiero entretenerte –señaló él con tono seco–. Si me dejas los analgésicos a mano, no te molestaré hasta mañana –añadió, se puso en pie y, rechazando su oferta de ayuda, caminó hasta el sofá y se tumbó.


Demi no tardó mucho en descubrir que Joseph era un paciente muy exigente.
Se levantó la mañana siguiente a las siete y media y, cuando bajó, descubrió que él había encendido la luz y estaba viendo las noticias en el televisor. Durante unos segundos, se quedó parada en la puerta, observándolo sin ser vista.
Joseph se giró hacia ella.

 –La nieve no va a parar –fue su saludo matutino. Las cortinas abiertas reforzaban, aún más, su sensación de aislamiento–. La última vez que nevó así, las cosas tardaron dos semanas en retornar a la normalidad. Tengo que trabajar.

 –Pues ya somos dos –murmuró Demi y se adentró en el salón para echar dos leños a la chimenea apagada.

 Por la noche, apenas había podido dormir, pensando cómo iba a ingeniárselas con Joseph bajo su mismo techo. Había analizado al detalle la caótica mezcla de sentimientos que su presencia le provocaba. Y no sabía cómo iba a poder mantenerlos a raya.

Entonces, se le ocurrió que, de la misma manera, él podía estar contando los minutos para que pudieran al fin decirse adiós.

Al menos, en ese momento, Joseph estaba contemplando la nieve por la ventana con gesto de desesperación.

 –Tengo que informar a mis jefes de que no sé cuándo podré regresar. Voy a perderme la próxima exposición de Patric, a la que me hacía mucha ilusión ir –informó ella–. ¡No eres el único desesperado por salir de aquí!
Ella no podía haber dejado las cosas más claras, pensó Joseph. Era obvio que aborrecía su compañía.

¿Pero a quién le importaba que fuera a perderse la exposición de su exnovio?
 Habían salido juntos y habían roto. ¿Cómo era posible que alguien siguiera manteniendo amistad con un antiguo novio? Era poco sano.
 El humor de Joseph no había hecho más que empeorar, incluso más, gracias a esa información indeseada.

 –Estoy despierto desde las cinco –señaló él, incorporándose en el asiento.
 –¿No estabas cómodo en el sofá?
 –No puedo decir que haya sido la noche más cómoda de mi vida. Me ha dolido mucho la espalda.
 –Te dejé analgésicos…
 Como respuesta, Joseph le mostró el tubo vacío.
 –No había suficientes y no tenía fuerzas para arrastrarme a la cocina a buscar más. Tu padre guarda las cosas en los sitios más impensables.

 Avergonzada por no haber pensado más en eso, Demi le pidió que no se moviera y se ofreció a ir a buscar más de inmediato.

 –¿Adónde voy a ir? –Preguntó él con sarcasmo–. Estoy literalmente a tu merced.
Demi casi sonrió. Él siempre había sido autoritario, acostumbrado a llevar la batuta y, de pronto, se veía desvalido como un niño.
 –Eso me gusta –se burló ella.

 Arqueando una ceja, él esbozó una lenta sonrisa.
 –¿Ah, sí? ¿Qué pretendes hacer conmigo?
Demi no supo si interpretar segundas intenciones en esa pregunta, pero los pelos de la nuca se le erizaron.

 –Bueno… –comenzó a decir ella y se recordó a sí misma que lo mejor era echar mano de su amistad, como si no hubiera nada más entre ellos–. Primero, iré a por analgésicos. Un tubo lleno. Aunque no hace falta que te diga que no debes pasarte de la dosis recomendada…
 –Tienes vocación de enfermera, no lo dudes…
 –Luego… –prosiguió ella, ignorando su interrupción– avivaré el fuego, porque el salón se ha quedado bastante frío…

 –Se apagó alrededor de las dos de la mañana.
 –Entre el frío repentino y la espalda, me ha resultado imposible dormir.
 Ella no estaba segura de si creerlo o no y prosiguió.
 –Después, iré a tu casa y te traeré lo que necesites.
 Sin darle tiempo a decir nada más, Demi se fue a la cocina, encontró los analgésicos y llenó un vaso de agua.

 –Ayúdame a sentarme.
 –De veras, Joseph, deja de exagerar –pidió ella. De todos modos, lo ayudó a sentarse porque, aunque no quisiera admitirlo, le gustaba tocarlo.

 A continuación, Demi se concentró en encender el fuego. Era algo que había hecho cientos de veces. Tenía que traer más leña de la cabaña exterior. Esperaba que hubiera troncos cortados. Su padre solía ser previsor y ambos sabían que, en invierno, no se podía confiar solo en la electricidad para calentarse.

La Chica que A La Que Nunca lo Miro Capitulo 12





Ella abrió la boca para decir algo, pero olvidó qué era. Se sonrojó y, para romper la sofocante tensión, se puso en pie dispuesta a llevar las bandejas a la cocina.
 –Entonces, ¿té o café? Mi padre tiene una gran variedad de infusiones.
 –Tienes que ayudarme a desvestirme.
 –¿Cómo dices?

 –No puedo quitarme los pantalones, aunque hayan empezado a hacer efecto los analgésicos.
Demi se quedó petrificada. Tras unos segundos de shock, pensó que de ninguna manera podía hacerle ese favor. Corría el terrible peligro de derretirse con solo tocarlo. Pero ¿qué excusa podía darle?

 –¿Lo has intentado?
 –No hace falta. Cada vez que hago el menor movimiento, me duele la espalda.
No tenía elección, se dijo ella.
Joseph se apoyó en sus hombros e inspiró su dulce aroma.

 –Menos mal que no soy una de esas pequeñas mujeres con las que sueles salir –bromeó ella, llena de tensión–. Habrías tenido que venir a la casa arrastrándote.

Demi lo ayudó a colocarse sentado. Tenía la piel sudorosa. Era obvio que, bajo su fachada impasible, lo estaba pasando mal. De pronto, una oleada de vergüenza y culpa la inundó.
Joseph se desabotonó la camisa e hizo una mueca al quitársela.

 –Recuerdo que, cuando tenías dieciséis años, te burlabas de ti misma por tu altura…
 –¡No puedo concentrarme en ayudarte si me hablas! –exclamó ella, sonrojada. No quería retomar esos recuerdos.

 –Eres una mujer atractiva.
 –Te ayudaré a ponerte en pie para quitarte los pantalones.
Joseph la encontraba atractiva, caviló ella. ¿Por qué había tenido que decírselo? ¿Por qué tenía que abrir la puerta a un montón de pensamientos indeseables? No la había considerado atractiva hacía cuatro años. ¿Por qué iba a cambiar?

Mientras le bajaba los pantalones, Demi no pudo evitar mirar. Se fijó en sus calzoncillos negros, en la fuerza de sus piernas y sus musculosas pantorrillas. Aquello era demasiado, pensó ella, mientras su cumplido le resonaba en la cabeza.

Patric nunca la había hecho sentir así con sus piropos. Cada vez que su amigo francés le había dicho que era atractiva, a ella le habían dado ganas de reír.

 –Esto es una locura –murmuró ella, se puso de pie de un salto y agarró los pantalones de chándal que le había llevado antes.
 –¿Por qué es una locura?
 –Porque tú… necesitas ayuda profesional. ¡Una enfermera cualificada! ¿Y si hago algo mal y… te haces daño? –protestó ella, hipnotizada con sus piernas.

 –Pensé que me habías dado el visto bueno con la linterna –bromeó él, apoyándose en sus hombros para ponerse los pantalones.
 –No es gracioso, Joseph. ¡Ya está!

 –La camiseta. También me gustaría quitármela –pidió él, sentándose de nuevo en el sofá.
Demi se preguntó cuándo terminaría aquello. ¿Qué sentiría él cuando le tocaba la piel? Si la consideraba atractiva… Intentó echar el freno a un sinfín de preguntas inapropiadas, le quitó la camiseta y la colocó con el resto de la ropa húmeda en el suelo. Luego, le ayudó a ponerse una seca de su padre.

La ropa no le quedaba bien. Los pantalones le estaban demasiado cortos y la camiseta, demasiado ajustada. Podía haber estado ridículo, pero no. Seguía teniendo un aspecto demasiado sexy como para resistirse a él.

 –De acuerdo. Voy a meter esto en la lavadora, me daré una ducha y, luego, te prepararé café. Seguro que mi padre tiene pastillas para dormir en alguna parte, pues las tomaba cuando se lesionó la espalda hace unos años. ¿Quieres que te las busque?
 –El analgésico es lo más que estoy dispuesto a tomar.

Demi se encogió de hombros y se dirigió a la puerta, llevando sus ropas con ella.
Se portaba como si le hubiera pedido caminar sobre carbones calientes, pensó Joseph con irritación.
Aunque no decía nada, por su lenguaje corporal, estaba claro que no estaba cómoda. Ya no era la chica amable en la que podía confiar. Ni la joven fascinada con él que lo había escuchado con la boca abierta. Era una mujer incómoda con su presencia y decidida a mantener las distancias.

Él le había hecho daño en una ocasión y ella lo había dejado atrás. Era una sensación frustrante, admitió Joseph para sus adentros.

Solo habían hablado de Patric, pero estaba seguro de que ella habría salido con otros.
Era una mujer demasiado guapa. Hacía tiempo, ella le hubiera confiado todos sus secretos hasta el mínimo detalle. Pero ya, no.

Había habido un tiempo en que Demi se había reído con él, contándole historias de sus compañeros de clase en el instituto y, luego, en la universidad. Eso era agua pasada.
–Como quieras –dijo ella, encogiéndose de hombros con indiferencia–. Creo que deberías dormir aquí abajo. El sofá es lo bastante grande y, así, no tendrás que subir las escaleras. Como sabes, hay un aseo abajo… ya sé que el baño está arriba, pero espero que puedas moverte mejor mañana, cuando hayas descansado…

Eso esperaba ella, porque no quería ni pensar en tener que ayudarlo a ducharse. Solo de imaginarlo, le temblaban las piernas.

La Chica que A La Que Nunca lo Miro Capitulo 11





–Te dejaré solo para que te cambies. E iré a preparar la comida.
 Antes de que se fuera, Joseph la tomó de la mano para que lo mirara.
 –Quiero que sepas que te agradezco mucho tu ayuda.

 Demi no dijo nada porque, mientras hablaba, él le estaba frotando la muñeca con el pulgar. Ella se quedó sin respiración, presa del deseo.
 –No sé qué habría hecho sin ti.

 –No pasa nada –repuso ella con voz ronca y se aclaró la garganta, pensando si debía apartar la mano.
 –Sé que no esperabas encontrarme aquí, pero yo me alegro de haber estado. Te he echado de menos.

Demi quiso gritarle que no debía usar palabras como esa, que encendían las fantasías más inapropiadas en su cerebro.

 –¿Tú me has echado de menos o has estado tan ocupada que ni te has acordado de mí?
 –Yo… no sé qué esperas que diga… Joseph… –balbuceó ella–. Claro… me acordaba de ti de vez en cuando y esperaba que estuvieras bien. Pensaba haberte escrito más correos electrónicos, siento no haberlo hecho…

Joseph se quedó mirándola en silencio con expresión indescifrable.
 –Bueno, te dejo para que te cambies.
 –Voy a esperar a secarme primero un poco. Así me costará menos quitarme la ropa mojada.
 –Bueno.

 Demi estaba cada vez más nerviosa, mientras él no dejaba de mirarla con esos increíbles ojos azules suyos.
 –Siéntate un rato y sécate antes de ponerte a cocinar –sugirió él.
 –Tal vez… unos minutos más… –dijo ella y se sentó junto al fuego.

 Joseph había ganado cierto aire de madurez en los últimos cuatro años. Su ascenso en el mundo de los negocios había sido meteórico. Demi lo sabía porque, en una ocasión, había leído todo lo que había disponible sobre él en Internet. Había ampliado sus negocios más allá de la compañía que había heredado, comprando empresas en quiebra y haciéndolas resurgir. Aun así, no había caído en las redes del matrimonio. ¿Por qué? ¿Estaba tan centrado en el trabajo que las mujeres eran solo algo accesorio para él? ¿O, tal vez, prefería salir con muchas en vez de comprometerse con una?

Demi sintió la urgencia de saltar por encima del escudo protector que ella misma se había forjado y preguntárselo. Pero se contuvo, al recordar la última vez que se había tomado demasiadas confianzas con él.

 –Has crecido –comentó Joseph con suavidad–. Ya no eres tan abierta y transparente.
 –La gente crece –replicó ella de forma abrupta.
 –¿Te hizo daño este tipo?

Durante unos segundos, Demi no comprendió a quién se refería, hasta que se dio cuenta de que estaba hablando de Patric.
 –¡Es mi mejor amigo!

 –No sé muy bien qué quieres decir con eso –observó él, mirándola con intensidad–. ¿Estabas enamorada? ¿Te rompió el corazón? Porque pareces mucho más cínica que hace años. Sí, ya sé que la gente cambia, pero ahora eres mucho más recelosa que antes.

Demi se quedó sin palabras. Igual Joseph sabía que había estado loca por él de adolescente, pero era obvio que ignoraba la profundidad de sus sentimientos. ¡Incluso a ella le había sorprendido lo profundos que habían sido! Cuando había empezado a salir con otros hombres, se había dado cuenta de lo mucho que le había afectado su rechazo. Y esos mismos sentimientos del pasado… estaban volviendo a revivir.
¡Lo último que Demi necesitaba era que él se diera cuenta!

 –Quiero a Patric –afirmó ella, tensa–. Y no quiero que me psicoanalices. Sé que estarás aburrido, ahí inmovilizado, pero puedo traerte el ordenador para que trabajes.

 –Tengo el ordenador en mi casa y no quiero que atravieses la tormenta para ir a buscarlo. Ya he trabajado bastante por hoy, de todos modos. Puedo permitirme un poco de tiempo libre.
 –A tu madre le gustaría escuchar eso. Cree que trabajas demasiado.
 –Pensé que nunca hablabas de mí con mi madre –señaló él con una sonrisa.
Demi meneó al cabeza y se levantó.

 –Voy a preparar algo de comer. Cámbiate cuando quieras.
 –¿Qué hay en el menú?

 –Lo que yo te sirva –repuso ella y se giró. Cuando oyó cómo él se reía a sus espaldas, tuvo que contenerse para no reír también.

 Sin poder dejar de pensar en él, Demi se puso a preparar una salsa con tomates, champiñones y nata, para acompañar unos espaguetis.

Joseph la molestaba y la irritaba como nadie había podido hacer. Pero también la hacía reír y la seducía. Eso solo quería decir una cosa. No había superado sus sentimientos y él seguía teniendo un influjo poderoso sobre ella, al contrario de lo que había esperado.

Cuando lo imaginó recostado en el sofá del salón, una cálida excitación comenzó a apoderarse de ella, muy a su pesar.
Le llevó una bandeja y él se sentó para sostenerla.

 –Los analgésicos me están haciendo efecto –indicó él y empezó a comer.
A mitad de la cena, Joseph anunció que ya estaba casi seco. Con generosidad, informó de que no haría falta que lavara su ropa, aunque ella tampoco se lo había ofrecido.
 –Tengo mucha más en casa –afirmó él–. Para varios días.
Demi lo miró, frunciendo el ceño.
 –¿Cuánto tiempo planeas quedarte?

 –¿Quién sabe? Aunque el tiempo mejore y deje de nevar, no podremos salir de aquí durante un par de días más. Está demasiado profunda para conducir y, tal y como estoy, no puedo ponerme a despejar el camino con la pala. De todas maneras, no creo que deje de caer durante las próximas veinticuatro horas. O más, según el informe meteorológico.

 –Bueno, hablas como un pájaro de mal agüero –opinó ella, le quitó la bandeja, la colocó encima de la suya y se volvió a sentar, exhausta. Había sido un día agotador.

 –Yo lo llamo ser realista. Y eso me lleva al siguiente punto. No puedo volver a mi casa.
Voy a necesitar ayuda para ponerme en pie. Intento hacerme el fuerte, pero apenas puedo moverme.

Ella no lo había recibido con muchas ganas al principio, era cierto, se dijo Joseph. Pero había algo entre los dos, ya fuera amistad, atracción… Desde luego, él sentía algo cuando la miraba. Y cuando la escuchaba reír o la sorprendía mirándolo de reojo. Le gustaba verse obligado a quedarse allí, esa era la verdad.

 Demi no supo si creerlo. Joseph era un hombre fuerte. Siempre había alardeado de no ponerse enfermo y de no tener que ir nunca al médico. Si decía que le dolía, no era probable que estuviera mintiendo.

Por otra parte, él no parecía lamentar las circunstancias en absoluto. De hecho, para alguien presa del dolor, parecía bastante contento.
En cualquier caso, no podía mandarlo de vuelta a su casa en ese estado, aunque tenerlo allí la llenara de aprensión.

Después de cuatro años evitándolo, se había ganado una dosis concentrada de Joseph.
 –Por lo que parece, voy a tener que ir buscarte ropas para una estancia indefinida, además del ordenador… y voy a tener que alimentarte y darte de beber…
 –No hace falta que muestres tanto entusiasmo.
 –No es esto lo que yo esperaba cuando vine.

 –No –dijo él con tono seco–. Porque no esperabas encontrarme.
 –Pero me alegro de haberlo hecho –admitió ella a regañadientes–. Cuatro años es mucho tiempo. Casi me olvido de tu aspecto.
 –¿Y es como lo recordabas?
 –Pareces mayor –contestó ella, sin preocuparse por dañar su enorme ego.
 –Muy amable –repuso él con una sonrisa–. Ahora vas a tener que hacerme otro favor, me temo.

 –Quieres café. O té. U otra cosa para beber. Y quieres un postre dulce. Tal vez una tarta casera. ¿Acierto?
 –¿Sabes hacer tartas? –preguntó él–. Sé que no eres muy amiga de la cocina… –añadió, sosteniéndole la mirada.