miércoles, 27 de marzo de 2013

Química Perfecta Capitulo 31




Demi

   - Según parece, hay algunos alumnos que no se toman muy en serlo mi clase -anuncia la señora Peterson antes de empezar a repartir los exámenes que hicimos ayer.

    Y cuando se acerca a la mesa que compartimos Joe y yo, me hundo en la silla. Lo último que necesito es que la señora Peterson me eche la bronca.

    - Buen trabajo -señala la mujer mientras coloca mi examen boca abajo en mi mesa. Entonces, se gira hacia Joe , y añade-: Para alguien que desea ser profesor de química, no ha empezado con muy buen pie, señor Jonas. Si no viene preparado a clase, la próxima vez me lo pensaré dos veces antes de salir en su defensa.

    Deja caer el examen de Joe Jonas a él. Lo sujeta entre el índice y el pulgar, como si el papel fuera demasiado asqueroso como para que el resto de los dedos lo rocen.
    - Quédese después de clase -le dice antes de entregar el resto de los exámenes.

    No puedo entender por qué la señora Peterson no me ha echado ningún sermón. Le doy la vuelta al examen y veo un sobresaliente en la parte posterior. Me froto los ojos con las manos y vuelvo a mirarlo. Debe de haber algún error. No tardo ni un segundo en reparar en el responsable de mi nota. La verdad me golpea como un martillazo en el estómago. Miro a Joe, quien está guardando su suspenso dentro de un libro.

        - ¿Por qué lo has hecho?
    Espero a que la señora Peterson termine su conversación con Joe después de clase para acercarme a él. Estoy esperándole en la taquilla, y él me presta muy poca atención, si es que me presta alguna. Intento ignorar las miradas que me atraviesan la espalda.
    - No sé de qué estás hablando -dice.
    ¡No me digas!
    - Cambiaste los exámenes.

    - No es para tanto, ¿vale? -dice, cerrando la taquilla de golpe.
    Sí que lo es. Joe se aleja por el pasillo como si quisiera dejar las cosas como están. Le vi haciendo su examen con diligencia, pero cuando he reparado en el gran suspenso en rojo en el papel, he comprendido que era mi propio examen.
    Después de clase, salgo corriendo hacia la puerta principal para alcanzarle. Está montado en la moto, apunto de marcharse.
    - ¡Joe, espera!

    Estoy nerviosa. Me aparto el pelo de la cara y lo escondo tras las orejas.
    - Sube -me ordena.
    - ¿Qué?

    - Sube. Si quieres darme las gracias por salvarte el culo, ven a casa conmigo. Lo que te dije ayer iba en serio. Tú me mostraste un pedacito de tu vida, y yo quiero mostrarte la mía. Es justo, ¿no?

    Echo un vistazo al aparcamiento. La gente nos mira; probablemente esperan el momento oportuno para hacer circular el cotilleo. Si me marcho con él, la noticia se difundirá rápidamente.

    El rugido del motor me hace regresar a la realidad.
    - No tengas miedo de lo que puedan pensar.

    Le echo un vistazo, desde los vaqueros desgarrados y la chaqueta de piel hasta la bandana roja y negra (los colores de su pandilla) que acaba de atarse a la cabeza. Debería estar aterrorizada, pero entonces recuerdo cómo se comportó ayer con Shelley.

    A la mierda.
    Me coloco la mochila a la espalda y monto a horcajadas sobre la moto.
    - Sujétate bien -dice, llevándome las manos a su cintura. El simple contacto de sus fuertes manos sobre las mías resulta profundamente íntimo. Antes de apartar esa idea de mi mente, me pregunto si él también sentirá lo mismo. Joe Jonas es un tipo duro. Con experiencia. Supongo que un simple roce de manos no le provocará un revoloteo en el estómago.

    Antes de poner las manos en el manillar, frota las yemas de los dedos contra las mías, a propósito. Ay, madre mía. ¿Dónde me estoy metiendo?

    Cuando aumenta la velocidad al salir del aparcamiento, me agarro con más fuerza a sus duros abdominales. Me asusta la velocidad y empiezo a marearme, como si estuviera en una montaña rusa sin barra de seguridad.

    La moto se detiene frente a un semáforo en rojo. Me echo hacia atrás. Le oigo reír cuando el semáforo se pone en verde y volvemos a arrancar a toda velocidad. Me aferro a su cintura y escondo la cabeza en su espalda.

    Cuando por fin nos detenemos, y después de que Joe baje el caballete de la moto, echo un vistazo a lo que me rodea. Nunca había estado en esta calle. Las casas son tan... pequeñas. La mayoría solo tienen un piso, y ni un gato podría colarse en el espacio entre una y otra. Aunque no quiero sentirme de este modo, se me instala en la boca del estómago una sensación de pesar.

    Mi casa es, por lo menos, siete, no, ocho o nueve veces más grande que la de Joe. Sabía que esta zona de la ciudad era pobre, pero no tanto...
    - Esto ha sido un error -dice Joe-. Te llevaré a casa.
    - ¿Por qué?

    - Entre otras cosas, por la cara de asco que pones.
    - No me da asco. Me sabe mal que...

    - No me compadezcas -me advierte-. Soy pobre, pero no un vagabundo.
    - De acuerdo. ¿No vas a invitarme a entrar? Los chicos del otro lado de la calle no dejan de mirar a la chica blanca.
    - De hecho, por aquí te llamarán «la chica nieve».
    - Odio la nieve -le digo.

    Joe sonríe. - No es por eso, guapa. Es por tu piel, blanca como la nieve. Tú sígueme y no mires a los vecinos, aunque ellos si lo hagan.

    Joe avanza con cautela mientras me acompaña al interior de su casa.
    - Bueno, ya estamos aquí -dice, una vez dentro.

    Puede que el salón sea más pequeño que cualquiera de las habitaciones de mi casa, pero es acogedor y cálido. Hay dos mantitas de ganchillo sobre el sofá con las que me encantaría taparme en las noches gélidas. En mi casa no liemos ese tipo de mantitas. Tenemos edredones... unos además han sido diseñados a medida y para que peguen con el resto de la decoración.

    Recorro la casa de Joe, pasando los dedos por los muebles. En una estantería con velas medio derretidas reparo en la fotografía de un hombre muy atractivo. Siento el calor de Joe cuando se coloca a mi lado.
    - ¿Tu padre? -le pregunto.
    Él asiente con la cabeza.

    - No puedo ni imaginar lo que debe ser perder a un padre.
    Aunque el mío no esté mucho por casa, sé que es una pieza importante de mi vida. Siempre he deseado recibir algo más de cariño por parte de mis padres, aunque debería sentirme agradecida por el mero hecho de poder tenerlos a ambos a mi lado, ¿no?

    Joe estudia la foto de su padre.
    - Cuando ocurre, te quedas como atontado e intentas no pensar mucho en ello. Bueno, sabes que se ha ido y todo eso, pero es como si estuvieras rodeado por una neblina. Entonces, la vida te marca una rutina y te obligas a ti mismo a seguirla -me explica, encogiéndose de hombros-. Con el tiempo, dejas de pensar tanto en ello y continúas adelante. No te queda más remedio.
    - Es como una especie de prueba.

    Me miro en un espejo que hay en la pared. Me paso los dedos por el pelo, distraídamente.
    - Te pasas el día haciendo eso.
    - ¿El qué?

    - Arreglándote el pelo o retocándote el maquillaje.
    - ¿Y qué hay de malo en querer tener un buen aspecto?
    - Nada, a no ser que se convierta en una obsesión.
    Bajo las manos, deseando poder dejarlas quietecitas.
    - No estoy obsesionada.

    - ¿Tan importante es que la gente crea que eres guapa? -me pregunta, y vuelve a encogerse de hombros.

    - No me importa lo que piense la gente -miento.
    - Eso es porque eres... guapa. Por eso no debería importarte tanto.
    Ya lo sé. Sin embargo, de donde soy, las apariencias lo son todo. Y hablando de apariencias...

    - ¿Qué te ha dicho la señora Peterson después de clase?
    - Ah, lo de siempre. Que si no me tomo en serio su clase convertirá mi vida en un infierno.

    Trago saliva con fuerza. No sé si debería revelarle el plan que tengo en mente.
    - Voy a decirle que intercambiaste los exámenes.
    - No lo hagas -me ordena, apartándose de mí.
    - ¿Por qué no?
    - Porque no importa.

    - Claro que importa. Necesitas buenas notas para entrar en...
    - ¿Dónde? ¿En una buena universidad? Demi sabes perfectamente que no iré a la universidad. Vosotros, los niños ricos, os tomáis la nota media como un símbolo de lo que valéis. Yo no necesito eso, así que no hace falta que me hagas ningún favor. Conseguiré aprobar esta asignatura, aunque sea con un aprobado justo. Solo he de asegurarme de que el proyecto nos salga bien.

    Si dependiera solo de mi, sacaríamos matrícula de honor en el proyecto.
    - ¿Dónde está tu habitación? -le pregunto para cambiar de tema. Dejo caer la mochila sobre el suelo del salón-. La habitación dice mucho sobre la persona.

    Joe señala una puerta lateral. Tres camas ocupan la mayor parte del reducido espacio, y el resto, un pequeño armario. Camino por la pequeña habitación.
    - La comparto con mis dos hermanos -me explica-. No tengo mucha intimidad.
    - Déjame adivinar cuál es la tuya -digo, sonriendo.
    Observo lo que rodea a cada cama. Hay una pequeña foto de una bonita mexicana pegada a una de las paredes.

    - Vaya... -murmuro, mirando a Joe y preguntándome si la chica que me devuelve la mirada es su chica ideal.

    Me acerco a él y examino la siguiente cama. Fotografías de jugadores de fútbol en la pared. La cama está hecha un desastre, y hay ropa esparcida desde la almohada hasta los pies. Nada adorna la pared de la tercera cama, como si la persona que duerme en ella fuera un invitado. Es casi triste. Las dos primeras paredes dicen mucho de las personas que duermen bajo ellas, sin embargo, la tercera está completamente desnuda.

    Me siento en la cama de Joe, la vacía y desesperada, y le miro a los ojos.
    - Tu cama dice mucho sobre ti.
    - ¿Ah, sí? ¿Y qué dice?

    - Que no piensas quedarte aquí mucho tiempo -le digo-. A menos que sea porque realmente quieres ir a la universidad.
    - No voy a dejar Fairfield. Nunca -dice apoyándose en el marco de la puerta.
    - ¿No quieres labrarte un futuro?
    - Pareces el orientador del instituto.
    - ¿No quieres marcharte de aquí y vivir tu propia vida?
    ¿Alejarte de tu pasado?

    - Crees que la universidad es una especie de vía de escape -sentencia.
    - ¿Una vía de escape? Joe no tienes ni idea. Yo iré a la universidad que queda más cerca de donde está mi hermana. Primero elegí Northwestern, y ahora la Universidad de Colorado. Mi vida viene dictada por los caprichos de mis padres y por el lugar donde quieren ingresar a Shelley. Tú eliges el camino más fácil, por eso quieres quedarte aquí.

    - ¿Crees que ser el hombre de la casa es pan comido? Asegurarme de que mi madre no acabe mezclándose con algún perdedor o que mis hermanos empiecen a inyectarse mierda o fumar crack son motivos suficientes para quedarme aquí. - - Lo siento.

    - Te lo advertí. No me compadezcas.
    - No es eso -matizo, mirándole a los ojos-. Sientes una conexión familiar muy fuerte, pero no cuelgas nada permanente junto a tu cama, como si fueras a largarte en cualquier momento. Por eso he dicho que lo siento. Joe  da un paso atrás, alejándose de mí.

    - ¿Has acabado con el psicoanálisis? -pregunta. Le sigo hasta el salón mientras sigo preguntándome cómo verá Joe su futuro. Parece dispuesto a dejar esta casa... o esta vida. ¿Acaso la ausencia de cualquier adorno junto a su cama puede ser una señal de que está preparado para morir? ¿Está destinado a acabar como su padre? ¿Se refiere a eso cuando habla de demonios?

        Durante las siguientes dos horas, organizamos nuestro proyecto sobre los calentadores de manos, sentados en el sofá del salón. Es mucho más inteligente de lo que pensaba; el sobresaliente de su examen no ha sido una casualidad. Tiene un montón de ideas de hacia dónde podemos dirigir la investigación y de los libros de la biblioteca donde podemos obtener información, o sobre cómo podemos construirlos calentadores y las distintas opciones para redactarlo. Necesitaremos productos químicos que nos proporcionará la señora Peterson, y bolsas herméticas para guardarlos. Hemos decidido revestir las bolsas con materiales que compraremos en una tienda de telas, de ese modo tal vez podamos ganar algún punto extra. Intento seguir hablando de química y me ando con pies de plomo para no tocar ningún tema demasiado personal.

    Cuando cierro el libro de química, veo por el rabillo del ojo que Joe se pasa la mano por el pelo.
    - No pretendía ser tan brusco contigo.
    - No pasa nada. Me he entrometido en tus cosas.
    - Tienes razón.

    Me pongo en pie, sintiéndome incomoda. Él me coge del brazo y tira de mí para que vuelva a sentarme.

    - No -matiza-. Me refiero a que tienes razón respecto a mí. No quiero colocar nada permanente sobre la cama.
    - ¿Por qué?

    - Mi padre -dice Joe, mirando la fotografía colgada en la pared. Cierra los ojos con fuerza-. Dios, había tanta sangre. -Vuelve a abrir los ojos y me mira fijamente-. Si he aprendido algo, es que nadie está aquí para siempre. Tienes que vivir el momento, el día a día... el presente.

    - ¿Y qué quieres hacer ahora mismo? -le pregunto, sabiendo lo que deseo yo. Quiero curar sus heridas y olvidar las mías.
    Joe me acaricia la mejilla con la yema de los dedos.
    Me quedo sin respiración.
    - ¿Quieres besarme, Joe? -le susurro.

    - Dios, sí, quiero besarte... quiero saborear tus labios, tu lengua -dice mientras recorre mis labios con sus dedos, con dulzura-. ¿Y tú? ¿Quieres que te bese? No se enteraría nadie. Quedaría entre nosotros dos.

Química Perfecta Capitulo 30




Joe
   
Estoy sentado en clase de matemáticas cuando el guardia de seguridad llama a la puerta y le dice al profe que tengo que acompañarlo fuera de clase. Cojo los libros con una mueca y dejo que el tipo disfrute del momento de satisfacción que le provoca humillarme en público.
    - ¿Y ahora qué? -pregunto.

    Ayer me sacaron de clase por haber iniciado una pelea en el patio. Aunque no fui yo quien la empezó. Puede que participara, pero no la empecé.

    - Vamos a hacer una pequeña excursión hasta las pistas de baloncesto -se mofa de camino a las instalaciones deportivas-. Joseph, el vandalismo contra los bienes de la escuela es un asunto muy serio.

    - Yo no he hecho nada -le aseguro. -Me han soplado que fuiste tú.
    ¿Te lo han soplado? ¿Acaso no conoces la frase «ha sido el que tenga las manos rojas»? Bueno, pues lo más seguro es que el chivato haya sido el responsable.
    - ¿Dónde está?

    El guardia de seguridad señala el suelo del gimnasio, donde alguien ha pintado con spray una triste réplica del símbolo de los Latino Blood.
    - ¿Puedes explicarme esto?
    - No -contesto.

    Otro guardia de seguridad se nos une.
    - Deberíamos comprobar su taquilla -sugiere.
    - Es una idea genial. Todo lo que encontrarán será una chaqueta de piel y libros.
    Mientras introduzco la combinación de la taquilla, pasa la señora P.
    - ¿Cuál es el problema? -interviene.
    - Vandalismo. En las pistas de baloncesto.

    Abro mi taquilla y doy un paso atrás para que los guardias la inspeccionen.
    - Aja -suelta uno de los guardias, metiendo la mano en la taquilla y sacando una lata vacía de spray negro de la estantería superior. Me la entrega y añade- : ¿Sigues pensando en proclamar tu inocencia?

    - Me la han jugado -señalo, y me vuelvo hacia la señora P., quien me mira como si acabara de cargarme a su gato-. Yo no he sido, señora P. Tiene que creerme -le imploro. Ya me veo metido en prisión por algo que ha hecho otro idiota.
    Joe, las pruebas hablan por sí solas. Me gustaría creerte, pero es muy difícil -explica, negando con la cabeza.

    Los guardias se han colocado a ambos lados. Sé lo que viene a continuación. La señora P. levanta la mano y los detiene-. Joe, tienes que poner de tu parte.

    Me siento tentado de no dar explicaciones, de permitirles pensar que he sido yo quien ha pintarrajeado los bienes del instituto. De todas formas, no creo que me hagan caso. Pero la señora P. me mira como si fuera un adolescente rebelde que quiere demostrarles a todos lo equivocados que están.

    - El símbolo no está bien hecho -digo, mostrándole el tatuaje del antebrazo-. Este es el símbolo de los Latino Blood. Una estrella de cinco puntas con dos horcas saliendo de la parte superior y las letras LB en medio. La que está en el suelo del gimnasio tiene seis puntas y dos flechas. Nadie que pertenezca a los Latino Blood cometería un error así.

    - ¿Dónde está el director Aguirre? -les pregunta mi profesora a los guardias.
    - Está reunido con el superintendente. Su secretaria dice que no quiere que le molesten.

    La señora P. mira su reloj.
    - Tengo clase en quince minutos. Joel, intenta contactar con el director Aguirre por el comunicador.

    A Joel, el guardia de seguridad, no parece entusiasmarle la idea.
    - Señora, pueden despedirnos por una cosa así.
    - Lo sé. Pero Joe es mi estudiante, y te aseguro que hoy no puede perderse mi clase.

    Joel se encoge de hombros e intenta contactar con Aguirre para que se reúna con él en el pasillo L. Cuando la secretaria le pregunta si se trata de una emergencia, la señora P. le arrebata a Joel el comunicador y le dice que lo considera una emergencia suya y que el director Aguirre debe acudir al pasillo L ahora mismo.

    Dos minutos más tarde, aparece Aguirre con una expresión ceñuda en el rostro.
    - ¿Qué ocurre aquí?
    - Vandalismo en el gimnasio -informa el guardia, Joel.
    - Maldita sea, Jonas. Tú otra vez, no -suelta, poniéndose rígido.
    - No he sido yo -le digo.

    - Entonces, ¿quién?
    Me encojo de hombros.
    - Director Aguirre, Joe dice la verdad -interviene la señora P-. Puede despedirme si me equivoco.
    Aguirre niega con la cabeza y se vuelve hacia el guardia de seguridad.

    - Lleva a Chuck al gimnasio y averigua lo que puede hacerse para limpiar esa cosa -dice, y señalándome con la lata de spray, añade-: Pero te lo advierto, Joe. Si me entero de que has sido tú, no te expulsaré, haré que te arresten. ¿Queda claro?
    Cuando los guardias se van, Aguirre continúa:

    Joe, no te he dicho esto antes, pero lo hago ahora. Cuando estaba en el instituto, pensaba que el mundo estaba en mi contra. No era muy distinto a ti, ¿sabes? Tardé mucho en darme cuenta de que yo era mi peor enemigo. Cuando lo hice, me cambió la vida. Ni la señora Peterson ni yo somos el enemigo.

    - Lo sé -admito, y en realidad, sé que es así.
    - Bien. Resulta que ahora estoy en medio de una reunión importante, así que si me disculpáis, estaré en mi despacho.

    - Gracias por creerme -le digo a la señora P. una vez se ha marchado el director.
    - ¿Sabes quién ha pintarrajeado el suelo del gimnasio? -insiste.
    La miro directamente a los ojos y le digo la verdad.

    - No tengo ni idea, aunque estoy completamente seguro de que no ha sido ninguno de mis amigos.
    - Si no fueras un pandillero, Joe, no te meterías en estos berenjenales. -Y suspira.
    - Sí, pero seguro que me metería en otros.

martes, 26 de marzo de 2013

La Chica que A La Que Nunca lo Miro Capitulo 13





Después de haber mantenido la calma de una forma admirable durante su pequeño discurso, Demi se giró y subió escaleras arriba. Se dio una ducha rápida que le supo a gloria y volvió a bajar con ropa de cama. Había esperado encontrarlo tumbado, pero Joseph se había sentado en una silla y había encendido la televisión. Estaban dando el pronóstico del tiempo.

Con rapidez y eficiencia, ella hizo la cama en el sofá con dos sábanas, un edredón y una almohada.

 –No deberías forzar la espalda –aconsejó ella, de pie junto al sofá, pues no pensaba quedarse con él a ver la televisión. Sería una situación demasiado familiar, incluso íntima, y prefería evitarla.

 –Cuanto más la fuerce, antes podré andar solo –replicó él y, al mirarla, se dio cuenta de que ella no tenía intención de acompañarlo más tiempo del estrictamente necesario–. ¿Es que no vas a relajarte y ver un poco la tele conmigo? –preguntó en un acto de masoquismo, pues conocía de antemano la respuesta.

Demi meneó la cabeza y murmuró algo acerca de limpiar la cocina, estar cansada y tener que enviar unos correos electrónicos…

 –En ese caso, no quiero entretenerte –señaló él con tono seco–. Si me dejas los analgésicos a mano, no te molestaré hasta mañana –añadió, se puso en pie y, rechazando su oferta de ayuda, caminó hasta el sofá y se tumbó.


Demi no tardó mucho en descubrir que Joseph era un paciente muy exigente.
Se levantó la mañana siguiente a las siete y media y, cuando bajó, descubrió que él había encendido la luz y estaba viendo las noticias en el televisor. Durante unos segundos, se quedó parada en la puerta, observándolo sin ser vista.
Joseph se giró hacia ella.

 –La nieve no va a parar –fue su saludo matutino. Las cortinas abiertas reforzaban, aún más, su sensación de aislamiento–. La última vez que nevó así, las cosas tardaron dos semanas en retornar a la normalidad. Tengo que trabajar.

 –Pues ya somos dos –murmuró Demi y se adentró en el salón para echar dos leños a la chimenea apagada.

 Por la noche, apenas había podido dormir, pensando cómo iba a ingeniárselas con Joseph bajo su mismo techo. Había analizado al detalle la caótica mezcla de sentimientos que su presencia le provocaba. Y no sabía cómo iba a poder mantenerlos a raya.

Entonces, se le ocurrió que, de la misma manera, él podía estar contando los minutos para que pudieran al fin decirse adiós.

Al menos, en ese momento, Joseph estaba contemplando la nieve por la ventana con gesto de desesperación.

 –Tengo que informar a mis jefes de que no sé cuándo podré regresar. Voy a perderme la próxima exposición de Patric, a la que me hacía mucha ilusión ir –informó ella–. ¡No eres el único desesperado por salir de aquí!
Ella no podía haber dejado las cosas más claras, pensó Joseph. Era obvio que aborrecía su compañía.

¿Pero a quién le importaba que fuera a perderse la exposición de su exnovio?
 Habían salido juntos y habían roto. ¿Cómo era posible que alguien siguiera manteniendo amistad con un antiguo novio? Era poco sano.
 El humor de Joseph no había hecho más que empeorar, incluso más, gracias a esa información indeseada.

 –Estoy despierto desde las cinco –señaló él, incorporándose en el asiento.
 –¿No estabas cómodo en el sofá?
 –No puedo decir que haya sido la noche más cómoda de mi vida. Me ha dolido mucho la espalda.
 –Te dejé analgésicos…
 Como respuesta, Joseph le mostró el tubo vacío.
 –No había suficientes y no tenía fuerzas para arrastrarme a la cocina a buscar más. Tu padre guarda las cosas en los sitios más impensables.

 Avergonzada por no haber pensado más en eso, Demi le pidió que no se moviera y se ofreció a ir a buscar más de inmediato.

 –¿Adónde voy a ir? –Preguntó él con sarcasmo–. Estoy literalmente a tu merced.
Demi casi sonrió. Él siempre había sido autoritario, acostumbrado a llevar la batuta y, de pronto, se veía desvalido como un niño.
 –Eso me gusta –se burló ella.

 Arqueando una ceja, él esbozó una lenta sonrisa.
 –¿Ah, sí? ¿Qué pretendes hacer conmigo?
Demi no supo si interpretar segundas intenciones en esa pregunta, pero los pelos de la nuca se le erizaron.

 –Bueno… –comenzó a decir ella y se recordó a sí misma que lo mejor era echar mano de su amistad, como si no hubiera nada más entre ellos–. Primero, iré a por analgésicos. Un tubo lleno. Aunque no hace falta que te diga que no debes pasarte de la dosis recomendada…
 –Tienes vocación de enfermera, no lo dudes…
 –Luego… –prosiguió ella, ignorando su interrupción– avivaré el fuego, porque el salón se ha quedado bastante frío…

 –Se apagó alrededor de las dos de la mañana.
 –Entre el frío repentino y la espalda, me ha resultado imposible dormir.
 Ella no estaba segura de si creerlo o no y prosiguió.
 –Después, iré a tu casa y te traeré lo que necesites.
 Sin darle tiempo a decir nada más, Demi se fue a la cocina, encontró los analgésicos y llenó un vaso de agua.

 –Ayúdame a sentarme.
 –De veras, Joseph, deja de exagerar –pidió ella. De todos modos, lo ayudó a sentarse porque, aunque no quisiera admitirlo, le gustaba tocarlo.

 A continuación, Demi se concentró en encender el fuego. Era algo que había hecho cientos de veces. Tenía que traer más leña de la cabaña exterior. Esperaba que hubiera troncos cortados. Su padre solía ser previsor y ambos sabían que, en invierno, no se podía confiar solo en la electricidad para calentarse.