Prólogo
Demi miró su reflejo en el espejo. Se
sentía como si hubiera vuelto a nacer. Estaba en un restaurante fantástico, con
deliciosa comida, incluso el baño era precioso. ¿Acaso podían irle mejor las
cosas? Tenía las mejillas sonrosadas, los ojos brillantes. Ya no se sentía
demasiado alta, ni demasiado flaca, ni su boca le parecía demasiado grande. Era
una mujer atractiva en la flor de la vida y lo mejor de todo era que Joseph estaba ahí fuera,
esperándola.
Demi Lovato conocía a Joseph Jonas de toda la vida. Desde la ventana
de su dormitorio en la casa donde había vivido con su padre, había mirado miles
de veces hacia la esplendorosa mansión Jonas, con su impresionante
arquitectura victoriana.
De niña, lo había visto como un héroe y lo
había perseguido mientras Joseph había jugado con sus amigos. De adolescente, se
había enamorado de él, sonrojándose cada vez que lo veía. Sin embargo, él,
varios años mayor, lo había ignorado por completo.
Pero Demi ya no era una adolescente. Tenía
veintiún años, se había licenciado en Lengua Francesa y la habían contratado en
el gabinete de abogados parisino donde había pasado todos los veranos
trabajando mientras estudiaba.
Era una mujer hecha y derecha. Y
se sentía feliz.
Con un suspiro de placer, se retocó el brillo
de labios, se colocó el pelo y salió al comedor.
Joseph estaba mirando por
la ventana y ella aprovechó para observarlo sin ser vista.
Era un hombre muy viril y atractivo, de los
que hacían que las mujeres se dieran la vuelta para admirarlo. Como su padre,
que había sido diplomático, tenía el pelo negro y la piel bronceada, fruto de
su origen italiano, aunque había heredado los ojos azules de su madre inglesa.
Todo en él irradiaba atractivo, desde su pose arrogante hasta un cuerpo
musculoso y perfecto.
A Demi todavía le costaba creer que
estaba con él. Pero Joseph la había invitado a salir y eso le dio la
confianza necesaria para seguir avanzando hacia la mesa.
–Tengo… una sorpresa para ti –dijo él con una
sonrisa seductora.
–¿Sí? ¿Qué es? –preguntó ella, sin contener su
entusiasmo.
–Tendrás que esperar para verla –repuso él sin
dejar de sonreír–. Apenas puedo creerme que hayas terminado la carrera y que
estés a punto de irte vivir al extranjero…
–Lo sé, pero una oferta de trabajo en París es
algo que no se puede rechazar. Ya sabes que aquí no hay muchas oportunidades.
–Sí –afirmó él. Sabía a lo que se refería. Esa
era una de las cosas que le gustaban de ella. Se habían conocido desde hacía
mucho tiempo, tanto que casi no tenían que explicarse las cosas. Por supuesto,
iba a ser maravilloso para ella irse unos años a París. Kent era un pueblo
hermoso y apacible, pero era hora de que volara y conociera mundo.
Sin embargo, iba a echarla de menos.
Demi se sirvió otro
vaso de vino y sonrió.
–Tres tiendas, un banco, dos oficinas, un
puesto de correos… ¡y nada de trabajo! Podría haber buscado empleo en
Canterbury, que está más cerca, pero…
–No te habría servido de nada tu licenciatura
en francés. Imagino que John va a echarte mucho de menos.
Demi tuvo ganas de
preguntarle si él también la echaría de menos. Joseph trabajaba en
Londres, a cargo de la empresa de su difunto padre, desde hacía seis años. Lo
cierto era que solo volvía a Kent algunos fines de semana o en vacaciones.
–No me voy a ir toda la vida –contestó ella,
sonriendo–. Mi pad
re se las arreglará sin mí. Le he enseñado a usar Internet
para que podamos comunicarnos por Skype.
Apoyando la cara en las manos Demi observó a su
acompañante. Joseph solo tenía veintisiete años, pero parecía mayor.
¿Sería por las responsabilidades que la vida le había puesto desde muy joven? Silvio
Jonas, su padre, había
delegado la dirección de su compañía a su mano derecha, que había resultado ser
un hombre de poco fiar. Cuando Silvio había muerto, su hijo había sido quien
había tenido que salvar lo que había quedado del negocio paterno. ¿Sería eso lo
que le había hecho convertirse en un hombre antes de la cuenta?
–Incluso igual le gusta tener la casa para él
solo –comentó Joseph, hablando del padre de ella.
–Bueno, se acostumbrará –opinó Demi. No creía que su
padre disfrutara de estar solo, sin embargo. Habían vivido siempre los dos
juntos, desde que la madre de ella había muerto.
–Creo que tu sorpresa se acerca… –señaló él,
mirando detrás de ella.
Demi se giró y, cuando
vio que se acercaban dos camareros con una tarta con bengalas chisporroteantes,
cubierta de helado y salsa de chocolate, se sintió un poco decepcionada. Era la
clase de sorpresa perfecta para una niña, pero no para una mujer. Joseph sonreía tanto que
ella tuvo que sonreír también y soplar las velas, ante los aplausos de los
presentes.
–De verdad, Joseph, no tenías que
haberte molestado –murmuró ella, mirando el inmenso postre.
–Te lo mereces, Demi –contestó él y
quitó las bengalas–. Lo has hecho muy bien en la universidad y ha sido una
decisión brillante aceptar ese trabajo en París.
–No tiene nada de brillante aceptar un
trabajo.
–Pero París… Cuando mi madre me contó que te
lo habían ofrecido, no estaba seguro de que fueras a aceptar.
–¿Qué quieres decir? –quiso saber ella y probó
la tarta, más por compromiso que por ganas.
–Sabes a lo que me refiero. No has estado
nunca mucho tiempo lejos de casa. Mientras estabas en la universidad, solías
venir un par de veces a la semana a ver cómo estaba tu padre.
–Sí, bueno…
–No es nada malo. El mundo sería un lugar
mejor si la gente se ocupara de sus parientes mayores.
–No soy una santa –replicó ella, hundiendo un
pedazo de tarta en el helado.
–Siempre haces eso.
–Está muy rico. Acércame el helado, vamos a
compartirlo.
Demi se relajó. Estaba
acostumbrada a que él la tratara como una niña. Se acercó un poco, inclinándose
a propósito para que su acompañante pudiera verle mejor el escote. No solía
vestirse de forma provocativa, pero para esa cita se había arreglado a
conciencia.
Era raro, pero siempre le había puesto
nerviosa ponerse ropa ajustada delante de Joseph. Le había dado
vergüenza sentir su mirada y había temido que la comparara con sus conquistas…
y salir perdiendo en la comparación.
–Bueno, ¿vas a dejar algún corazón roto atrás?
Era la primera vez que Joseph le hacía una
pregunta tan personal y directa. Llena de satisfacción, meneó la cabeza,
queriendo dejarle claro que estaba disponible.
–Ninguno.
–Me sorprende. ¿Qué les pasa a esos chicos de
la universidad? Deberían haber hecho cola para salir contigo.
Demi se sonrojó.
–Salí con un par de ellos, pero no me
convencieron. Solo querían emborracharse y pasarse todo el día jugando delante
del ordenador. Ninguno se tomaba la vida en serio.
–A los diecinueve años, la vida no es algo que
te tengas que tomar en serio.
–Tú lo hiciste.
–No tuve elección y tú lo sabes.
–Lo sé y seguro que fue difícil, pero no
conozco a nadie que hubiera estado a la altura de las circunstancias igual que
tú. No tenías experiencia y, aun así, te pusiste manos a la obra y levantaste
el negocio.
–Te pondré en la lista de invitados cuando me
nombren caballero andante, no te preocupes.
Demi se rio y apartó el
helado.
–Lo digo en serio. En la universidad, no he
conocido a nadie que pudiera haber hecho lo que hiciste tú.
–Eres joven. No deberías estar buscando a un
hombre capaz de echarse el mundo a la espalda. Créeme, tienes mucho tiempo para
darte cuenta de lo dura que es la vida.
–¡No soy tan joven! Tengo veintiún años. Tú
eres solo un poco mayor que yo.
Joseph rio y pidió la cuenta al
camarero.
–No le has hecho justicia al postre –comentó
él, cambiando de tema–. Siempre me ha gustado que tuvieras tan buen apetito
para los dulces. Las chicas con las que suelo salir ni se atreven a probar el
postre.
–Por eso son delgadas y yo, no –repuso ella,
esperando un cumplido.
Sin embargo, Joseph tenía la atención
puesta en el camarero con la cuenta.
Según la velada llegaba a su fin, Demi estaba cada vez
más nerviosa. Por suerte, el vino que había bebido le ayudaba a relajarse. Al
levantarse, se tambaleó un poco.
–Dime que no has bebido demasiado –murmuró él
con gesto de preocupación, sosteniéndola del brazo–. Agárrate a mí.
–¡No voy a caerme! –protestó ella–. Hace falta
más que unos vasos de vino para eso –añadió, disfrutando del calor de su
contacto.
De forma sutil, Demi se pegó un poco
más a él cuando salieron a la calle. Joseph le rodeó la cintura con el
brazo.
Estar con él así era la gloria…
Sin embargo, él rompió el silencio y empezó a
preguntarle por su nuevo trabajo en París y por si tenía dónde quedarse. Se
ofreció, también, a buscarle un apartamento, pues su compañía tenía unos
cuantos en la capital francesa.
Demi no quería que
hiciera de hermano mayor con ella. Por eso, le dijo que no necesitaba que nadie
la cuidara.
–¿Desde cuándo eres tan independiente?
–preguntó él con una sonrisa. Entonces, llegaron al coche y le abrió la
puerta–. Recuerdo cuando tenías quince años y me pediste que te ayudara a
preparar un examen de matemáticas.
–Debí de ser una molestia –opinó ella con
sinceridad.
–Más bien, una distracción muy agradable.
–¿Qué quieres decir?
–Yo estaba agobiado de trabajo llevando la
compañía de mi padre. Ayudarte y escuchar tus comentarios del colegio era como
un respiro para mí.
–¿Y tus novias?
–No me servían de distracción. No me daban más
que quebraderos de cabeza –contestó él e hizo una pausa–. Además, te sirvió pues,
si no recuerdo mal, sacaste sobresaliente en matemáticas.
Demi no dijo nada. En
un momento, llegaron a su casa. Era la oportunidad que ella estaba esperando
para demostrarle que ya no era una niña que necesitaba ayuda con los deberes.
Era una casa pequeña, junto a la mansión de
los Jonas. En un principio, había sido pensada para albergar al mayordomo de la
mansión. Pero, poco antes de que los Jonas
se hubieran mudado allí, había salido a la venta y el padre de Demi la había comprado.
Entonces, su madre había muerto, cuando ella
había sido solo una niña, y Daisy Jonas había actuado de figura materna
para ella.
–Mi padre no está –comentó Demi, miró a Joseph y se aclaró la
garganta–. ¿Quieres… entrar para… tomar algo? Tengo vino y creo que mi padre
guarda una botella de whisky en el armario.
Por suerte, Joseph aceptó su oferta,
aunque dijo que prefería una taza de café.
Dentro, Demi encendió la lámpara de pie del
salón y se puso a preparar café con manos temblorosas.
Intentó recuperar la seguridad en sí misma que
había sentido al mirarse al espejo en el restaurante, cuando se había creído en
la cresta de la ola.
Tan sumida estaba en sus pensamientos, que
estuvo a punto de dejar caer las dos tazas. Despacio, se acercó a Joseph, que estaba
apoyado en el quicio de la puerta de la cocina.
«Ahora o nunca», se dijo Demi con determinación.
Llevaba demasiado tiempo pensando en él. Lo cierto era que nunca había
conseguido romper el hechizo que la envolvía en lo que tenía que ver con Joseph Jonas.
–Me gustó… lo que me hiciste antes… –balbuceó
ella, nerviosa.
–¿La tarta y el helado? –preguntó él, riendo–.
Sé muy bien que tienes debilidad por los dulces.
–No. Me refería a después de eso.
–Lo siento. No te entiendo.
–Cuando me rodeaste con el brazo para ir al
coche –señaló ella y posó la mano sobre el pecho de él–. Joseph…
Demi levantó el rostro
hacia él y, antes de que se arrepintiera, se puso de puntillas y lo besó. Al
sentir el contacto de sus labios, ella gimió con suavidad y le rodeó el cuello
con los brazos, apretándose contra él.
El corazón se le aceleró a toda velocidad,
invadida por una sensación que nunca había experimentado antes. Aquel beso no
se podía comparar con los que había compartido con otros chicos.
Joseph la correspondió, besándola
también, y eso bastó para que ella le tomara la mano y lo guiara debajo de su
blusa, hasta el sujetador de encaje que se había puesto para la ocasión.
Estaba tan perdida en el momento que tardó
unos segundos en darse cuenta de que Joseph se estaba apartando de ella. Y
necesitó unos segundos más para comprender la noche no iba a terminar como
había previsto. Él no iba a llevarla al dormitorio. Ni iba a ver las sábanas
lisas que había elegido en sustitución de las habituales de flores. Ni las
velas que había preparado para la ocasión.
– Demi…
Ella se giró, avergonzada.
–Lo siento. Por favor, vete.
–Tenemos que hablar… sobre lo que ha pasado.
–No.
Joseph se acercó para
mirarla a la cara, pero ella no levantó la vista del suelo. Ya no se sentía
como una mujer estupenda a punto de conquistar al hombre con el que había
soñado desde niña. La cruda realidad era que había quedado como una tonta.
–Mírame, Demi, por favor.
–Me he equivocado, Joseph, y lo siento.
Pensé… No sé lo que pensé…
–Es una situación embarazosa y lo entiendo,
pero…
–¡No digas nada más!
–Tengo que hacerlo. Somos amigos. Si no lo
hablamos, las cosas nunca volverán a ser como antes. Me gusta tu compañía. No
quiero perder tu amistad. ¡Por favor, Demi, por lo menos, mírame!
Ella levantó la vista y, por primera vez, no
se sintió cautivada al verlo.
–No te martirices, Demi. Yo te devolví el
beso y me disculpo por eso. No debí haberlo hecho.
Pero ¿qué hombre no sucumbiría a una mujer que
se lanzaba a sus brazos?, se dijo Demi. Sin embargo, Joseph había sido capaz
de recuperar la cordura en cuestión de segundos. Ella ni siquiera había sido
capaz de tentarlo.
–Eres joven. Y vas a embarcarte en la mayor
aventura de tu vida…
–Oh, no, déjalo. No quiero darte pena.
–¡No me das pena! –exclamó él, meneando la
cabeza con frustración.
–¡Claro que sí! He sido una tonta y me he
puesto en evidencia. De acuerdo, cuando me invitaste a cenar esta noche, creí
que era algo más que una cita entre amigos. Me engañé al pensar que habías
empezado a verme como a una mujer. ¡Pero, para ti, sigo siendo una niña patosa
y poco atractiva!
–No me gusta que te subestimes así.
–No me subestimo –repuso ella, mirándolo a los
ojos–. Soy sincera. Me gustabas mucho…
–Eso no tiene nada de malo…
–¿Lo sabías?
–Me gustaba.
–Sí, ya, una agradable distracción cuando tus
rubias explosivas te agobiaban demasiado.
–Eras una adolescente y no tiene nada de malo
que yo te gustara –señaló él–. Ahora eres joven y te aseguro que, en menos de
un año, te olvidarás de todo esto. Conocerás a un tipo agradable y…
–Sí –le interrumpió ella, deseando que la conversación
terminara cuanto antes para poder ir a encerrarse en su cuarto.
Por primera vez desde que la conocía, Joseph sintió que ella no
era la niña maleable y complaciente de siempre. Se había convertido en una
mujer y estaba echándolo de su corazón.
Por alguna extraña razón, era una sensación
extraña para él y no le gustaba.
–Tus sentimientos hacia mí son equivocados
–afirmó él con tono brusco–. Ya te he dicho que lo que tienes que hacer es
fijarte en chicos sin complicaciones, que solo busquen diversión.
–Lo dices como si solo hubiera estado
buscando… algo más que solo…
–¿Una aventura de una noche?
Avergonzada, ella se encogió de hombros.
–Te mereces mucho más de lo que yo puedo
darte.
Solo la veía como a una niña, se repitió Demi, mortificada porque
hiciera de hermano mayor con ella.
–No te preocupes por mí, Joseph –dijo ella,
forzándose a sonreír–. Estaré bien. Estas cosas pasan –añadió y dio dos pasos
atrás–. Lo más probable es que no te vea antes de irme.
–No.
–Claro, estaremos en contacto y seguro que nos
encontraremos de vez en cuando –continuó ella, dando otro paso atrás.
–¿Estarás bien?
–Sí. Como te he dicho, conozco el trabajo que
voy a hacer. Estoy segura de que podré manejarme.
–Bien. Me alegro.
–Bueno.
Joseph titubeó, sin moverse del sitio.
–Gracias por la cena, Joseph … Hasta otra.
Despacio, él pasó a su lado, hacia la puerta.
Parecía preocupado. ¿Acaso creía que ella se iba a tirar por la ventana porque
la había rechazado? ¿Tan patética le parecía?
Cuando, al fin, cerró la puerta tras él Demi se derrumbó. Cerró
los ojos y recordó lo excitada que había estado cuando se había comprado ropa
especial para su gran cita. Había soñado con seducirlo y con satisfacer sus
fantasías. De pronto, le pareció que habían pasado millones de años desde
entonces. Sin duda, antes de un año, se olvidaría de él.Que