Joseph condujo todo el día y buena parte de la noche. Demi
se ofreció a ponerse
al volante, pero él sabía que si ella conducía, él se quedaría dormido. Aun cuando
el desfase horario estaba haciendo estragos en su organismo, no quería quedarse
dormido mientras ella conducía y dejarla a merced de los peligros que hubiera
por el camino.
Demi se inquietó en la cafetería en la que
pararon a cenar. Dijo que tenía la sensación de que el secuestrador estaba por
allí. No lo había visto, pero le aseguró a Joseph
que había desarrollado un sexto sentido para notar su presencia, y Joseph la creyó. Él mantuvo los ojos bien
abiertos, pero sabía que sería muy difícil descubrir al tipo. Demi
se lo había descrito
como alguien de estatura media y pelo castaño, y aquél era el aspecto de un
millón de hombres.
Parecía que el mejor plan era seguir conduciendo, así que
continuaron el viaje hasta que Joseph temió
que sería un peligro en la carretera. Finalmente el agotamiento lo venció.
—Tenemos que parar a dormir —dijo a las dos de la mañana, y
tomó la salida hacia un motel que estaba muy cerca de la autopista.
—Claro —dijo ella, con un bostezo—. Estaba empezando a pensar
que habías decidido viajar sin paradas desde Nueva York a Colorado.
Él detuvo el coche frente al motel.
—No confiaba en mí mismo tanto como para parar a dormir hasta
que estuviera completamente exhausto.
—Ah.
Por la expresión de Demi, él supo que no tenía que explicarle nada
más.
—Vamos a pedir sólo una habitación por cuestiones de
seguridad, pero no tendrás que temer que te ataque. Estoy demasiado cansado.
—Yo nunca he temido que tú me atacaras.
Él la miró fijamente.
—Pues quizá deberías hacerlo.
A Joseph no le volvía loco
la peluca rubia y el pesado maquillaje que ella había elegido como disfraz
aquel día, pero por otra parte, era algo distinto. Nunca había hecho el amor
con ella disfrazada como si fuera una rubia explosiva, y aquello podría ser divertido.
Su vestido, con un estampado de cebra, era demasiado ajustado como para ser
elegante, pero estimulaba la imaginación.
—Ven conmigo a la recepción. No quiero que te quedes sola en
el coche.
—No te preocupes, yo tampoco quiero quedarme —respondió Demi.
Después de inscribirse en el motel, volvieron al coche y
condujeron hasta el módulo en el que estaba su habitación. Él sostuvo la puerta
para que ella pasara y cuando la vio entrar vestida como una chica de revista
erótica, comenzó a perder la paciencia.
Sería mejor que Demi no le tomara el pelo, pensó, y cerró la
puerta con más de fuerza de la necesaria.
—Has dado un portazo. ¿Ocurre algo?
—No, nada. Sólo estoy cansado.
—Bueno —dijo Demi a recorriendo la habitación—. No es el
Waldorf, pero es mucho más agradable que la mayoría de los lugares en los que
he estado últimamente.
Dejó su abrigo y el bolso sobre una silla y se acercó a la
ventana para correr las cortinas. Joseph
observó las rayas de cebra del vestido moviéndose al compás de su cuerpo.
Demonios, aquella mujer era explosiva. Dejó las mochilas en el suelo y dijo con
sequedad:
—Deja de enredar por el cuarto y elige cama. Tenemos que
dormir.
Ella lo miró con los ojos muy abiertos por la sorpresa.
—Estás enfadado.
Joseph dejó su sombrero sobre la cómoda y comenzó a quitarse la
cazadora.
—Supongo que no tenías otro disfraz mejor para hoy —dijo con
sarcasmo.
—¿Qué quieres decir?
—Anoche, cuando te subiste al taxi, ibas disfrazada de
vagabunda. En estas circunstancias, ¿no podías haber elegido otro disfraz?
—¿Qué circunstancias? ¡Ah, «esas» circunstancias!
—Pues sí. Primero, me anuncias que no vamos a hacer más el
amor. Y después, te vistes con el vestido más ajustado que he visto en mi vida.
¿No te parece que es un poco injusto?
—Para tu información, yo considero que tu traje es igualmente
inapropiado.
— ¿El mío? —sorprendido, Joseph
extendió los brazos y se miró los botones de perlas de su camisa negra del
oeste—. ¿Qué tiene de malo el mío?
—Esta mañana, cuando dijiste que ibas a salir a comprar
algunas cosas, yo no tenía ni idea de que habías pensado comprarte ese traje.
Él se había sentido orgulloso por ser capaz de encontrar algo
decente que ponerse en tan poco tiempo. Les había dejado a los refugiados toda
su ropa, salvo una cazadora de piel de cordero que le había prestado Travis, y
la ropa que llevaba puesta. Después de su salida relámpago para hacer compras,
se había sentido contento de haber adquirido un traje que podría llevar cuando
comenzara a tratar de nuevo con sus clientes.
—No entiendo qué tiene de malo —repitió.
—El corte de esos pantalones es muy... descarado.
—Son ajustados. ¿Es que acaso es un crimen llevar pantalones
ajustados?
—¡Querrás decir que son más ajustados que un guante! Llevo
todo el día viéndote con esos pantalones, y ahora lo único que me apetece es...
—Demi se
interrumpió, sonrojada—. Bueno, no importa lo que me apetezca.
«Oh, sí». Si ella se rendía primero, entonces no podría
echarle la culpa, ¿verdad? Joseph comenzó a
desabotonarse la camisa.
—Tú eres la que impone las reglas, cariño —dijo suavemente.