Ella abrió la boca para decir
algo, pero olvidó qué era. Se sonrojó y, para romper la sofocante tensión, se
puso en pie dispuesta a llevar las bandejas a la cocina.
–Entonces, ¿té o café? Mi padre tiene una gran
variedad de infusiones.
–Tienes que ayudarme a desvestirme.
–¿Cómo dices?
–No puedo quitarme los pantalones, aunque
hayan empezado a hacer efecto los analgésicos.
Demi se quedó
petrificada. Tras unos segundos de shock, pensó que de ninguna manera podía
hacerle ese favor. Corría el terrible peligro de derretirse con solo tocarlo.
Pero ¿qué excusa podía darle?
–¿Lo has intentado?
–No hace falta. Cada vez que hago el menor
movimiento, me duele la espalda.
No tenía elección, se dijo ella.
Joseph se apoyó en sus
hombros e inspiró su dulce aroma.
–Menos mal que no soy una de esas pequeñas
mujeres con las que sueles salir –bromeó ella, llena de tensión–. Habrías
tenido que venir a la casa arrastrándote.
Demi lo ayudó a
colocarse sentado. Tenía la piel sudorosa. Era obvio que, bajo su fachada
impasible, lo estaba pasando mal. De pronto, una oleada de vergüenza y culpa la
inundó.
Joseph se desabotonó la
camisa e hizo una mueca al quitársela.
–Recuerdo que, cuando tenías dieciséis años,
te burlabas de ti misma por tu altura…
–¡No puedo concentrarme en ayudarte si me
hablas! –exclamó ella, sonrojada. No quería retomar esos recuerdos.
–Eres una mujer atractiva.
–Te ayudaré a ponerte en pie para quitarte los
pantalones.
Joseph la encontraba
atractiva, caviló ella. ¿Por qué había tenido que decírselo? ¿Por qué tenía que
abrir la puerta a un montón de pensamientos indeseables? No la había
considerado atractiva hacía cuatro años. ¿Por qué iba a cambiar?
Mientras le bajaba los
pantalones, Demi no pudo evitar mirar. Se fijó en sus calzoncillos negros, en la fuerza de
sus piernas y sus musculosas pantorrillas. Aquello era demasiado, pensó ella,
mientras su cumplido le resonaba en la cabeza.
Patric nunca la había hecho
sentir así con sus piropos. Cada vez que su amigo francés le había dicho que
era atractiva, a ella le habían dado ganas de reír.
–Esto es una locura –murmuró ella, se puso de
pie de un salto y agarró los pantalones de chándal que le había llevado antes.
–¿Por qué es una locura?
–Porque tú… necesitas ayuda profesional. ¡Una
enfermera cualificada! ¿Y si hago algo mal y… te haces daño? –protestó ella,
hipnotizada con sus piernas.
–Pensé que me habías dado el visto bueno con
la linterna –bromeó él, apoyándose en sus hombros para ponerse los pantalones.
–No es gracioso, Joseph. ¡Ya está!
–La camiseta. También me gustaría quitármela
–pidió él, sentándose de nuevo en el sofá.
Demi se preguntó cuándo
terminaría aquello. ¿Qué sentiría él cuando le tocaba la piel? Si la
consideraba atractiva… Intentó echar el freno a un sinfín de preguntas
inapropiadas, le quitó la camiseta y la colocó con el resto de la ropa húmeda
en el suelo. Luego, le ayudó a ponerse una seca de su padre.
La ropa no le quedaba bien. Los
pantalones le estaban demasiado cortos y la camiseta, demasiado ajustada. Podía
haber estado ridículo, pero no. Seguía teniendo un aspecto demasiado sexy como
para resistirse a él.
–De acuerdo. Voy a meter esto en la lavadora,
me daré una ducha y, luego, te prepararé café. Seguro que mi padre tiene
pastillas para dormir en alguna parte, pues las tomaba cuando se lesionó la
espalda hace unos años. ¿Quieres que te las busque?
–El analgésico es lo más que estoy dispuesto a
tomar.
Demi se encogió de
hombros y se dirigió a la puerta, llevando sus ropas con ella.
Se portaba como si le hubiera
pedido caminar sobre carbones calientes, pensó Joseph con irritación.
Aunque no decía nada, por su
lenguaje corporal, estaba claro que no estaba cómoda. Ya no era la chica amable
en la que podía confiar. Ni la joven fascinada con él que lo había escuchado
con la boca abierta. Era una mujer incómoda con su presencia y decidida a
mantener las distancias.
Él le había hecho daño en una
ocasión y ella lo había dejado atrás. Era una sensación frustrante, admitió Joseph para sus adentros.
Solo habían hablado de Patric,
pero estaba seguro de que ella habría salido con otros.
Era una mujer demasiado guapa.
Hacía tiempo, ella le hubiera confiado todos sus secretos hasta el mínimo
detalle. Pero ya, no.
Había habido un tiempo en que Demi se había reído con
él, contándole historias de sus compañeros de clase en el instituto y, luego,
en la universidad. Eso era agua pasada.
–Como quieras –dijo ella,
encogiéndose de hombros con indiferencia–. Creo que deberías dormir aquí abajo.
El sofá es lo bastante grande y, así, no tendrás que subir las escaleras. Como
sabes, hay un aseo abajo… ya sé que el baño está arriba, pero espero que puedas
moverte mejor mañana, cuando hayas descansado…
Eso esperaba ella, porque no
quería ni pensar en tener que ayudarlo a ducharse. Solo de imaginarlo, le
temblaban las piernas.