martes, 26 de marzo de 2013

La Chica que A La Que Nunca lo Miro Capitulo 12





Ella abrió la boca para decir algo, pero olvidó qué era. Se sonrojó y, para romper la sofocante tensión, se puso en pie dispuesta a llevar las bandejas a la cocina.
 –Entonces, ¿té o café? Mi padre tiene una gran variedad de infusiones.
 –Tienes que ayudarme a desvestirme.
 –¿Cómo dices?

 –No puedo quitarme los pantalones, aunque hayan empezado a hacer efecto los analgésicos.
Demi se quedó petrificada. Tras unos segundos de shock, pensó que de ninguna manera podía hacerle ese favor. Corría el terrible peligro de derretirse con solo tocarlo. Pero ¿qué excusa podía darle?

 –¿Lo has intentado?
 –No hace falta. Cada vez que hago el menor movimiento, me duele la espalda.
No tenía elección, se dijo ella.
Joseph se apoyó en sus hombros e inspiró su dulce aroma.

 –Menos mal que no soy una de esas pequeñas mujeres con las que sueles salir –bromeó ella, llena de tensión–. Habrías tenido que venir a la casa arrastrándote.

Demi lo ayudó a colocarse sentado. Tenía la piel sudorosa. Era obvio que, bajo su fachada impasible, lo estaba pasando mal. De pronto, una oleada de vergüenza y culpa la inundó.
Joseph se desabotonó la camisa e hizo una mueca al quitársela.

 –Recuerdo que, cuando tenías dieciséis años, te burlabas de ti misma por tu altura…
 –¡No puedo concentrarme en ayudarte si me hablas! –exclamó ella, sonrojada. No quería retomar esos recuerdos.

 –Eres una mujer atractiva.
 –Te ayudaré a ponerte en pie para quitarte los pantalones.
Joseph la encontraba atractiva, caviló ella. ¿Por qué había tenido que decírselo? ¿Por qué tenía que abrir la puerta a un montón de pensamientos indeseables? No la había considerado atractiva hacía cuatro años. ¿Por qué iba a cambiar?

Mientras le bajaba los pantalones, Demi no pudo evitar mirar. Se fijó en sus calzoncillos negros, en la fuerza de sus piernas y sus musculosas pantorrillas. Aquello era demasiado, pensó ella, mientras su cumplido le resonaba en la cabeza.

Patric nunca la había hecho sentir así con sus piropos. Cada vez que su amigo francés le había dicho que era atractiva, a ella le habían dado ganas de reír.

 –Esto es una locura –murmuró ella, se puso de pie de un salto y agarró los pantalones de chándal que le había llevado antes.
 –¿Por qué es una locura?
 –Porque tú… necesitas ayuda profesional. ¡Una enfermera cualificada! ¿Y si hago algo mal y… te haces daño? –protestó ella, hipnotizada con sus piernas.

 –Pensé que me habías dado el visto bueno con la linterna –bromeó él, apoyándose en sus hombros para ponerse los pantalones.
 –No es gracioso, Joseph. ¡Ya está!

 –La camiseta. También me gustaría quitármela –pidió él, sentándose de nuevo en el sofá.
Demi se preguntó cuándo terminaría aquello. ¿Qué sentiría él cuando le tocaba la piel? Si la consideraba atractiva… Intentó echar el freno a un sinfín de preguntas inapropiadas, le quitó la camiseta y la colocó con el resto de la ropa húmeda en el suelo. Luego, le ayudó a ponerse una seca de su padre.

La ropa no le quedaba bien. Los pantalones le estaban demasiado cortos y la camiseta, demasiado ajustada. Podía haber estado ridículo, pero no. Seguía teniendo un aspecto demasiado sexy como para resistirse a él.

 –De acuerdo. Voy a meter esto en la lavadora, me daré una ducha y, luego, te prepararé café. Seguro que mi padre tiene pastillas para dormir en alguna parte, pues las tomaba cuando se lesionó la espalda hace unos años. ¿Quieres que te las busque?
 –El analgésico es lo más que estoy dispuesto a tomar.

Demi se encogió de hombros y se dirigió a la puerta, llevando sus ropas con ella.
Se portaba como si le hubiera pedido caminar sobre carbones calientes, pensó Joseph con irritación.
Aunque no decía nada, por su lenguaje corporal, estaba claro que no estaba cómoda. Ya no era la chica amable en la que podía confiar. Ni la joven fascinada con él que lo había escuchado con la boca abierta. Era una mujer incómoda con su presencia y decidida a mantener las distancias.

Él le había hecho daño en una ocasión y ella lo había dejado atrás. Era una sensación frustrante, admitió Joseph para sus adentros.

Solo habían hablado de Patric, pero estaba seguro de que ella habría salido con otros.
Era una mujer demasiado guapa. Hacía tiempo, ella le hubiera confiado todos sus secretos hasta el mínimo detalle. Pero ya, no.

Había habido un tiempo en que Demi se había reído con él, contándole historias de sus compañeros de clase en el instituto y, luego, en la universidad. Eso era agua pasada.
–Como quieras –dijo ella, encogiéndose de hombros con indiferencia–. Creo que deberías dormir aquí abajo. El sofá es lo bastante grande y, así, no tendrás que subir las escaleras. Como sabes, hay un aseo abajo… ya sé que el baño está arriba, pero espero que puedas moverte mejor mañana, cuando hayas descansado…

Eso esperaba ella, porque no quería ni pensar en tener que ayudarlo a ducharse. Solo de imaginarlo, le temblaban las piernas.

La Chica que A La Que Nunca lo Miro Capitulo 11





–Te dejaré solo para que te cambies. E iré a preparar la comida.
 Antes de que se fuera, Joseph la tomó de la mano para que lo mirara.
 –Quiero que sepas que te agradezco mucho tu ayuda.

 Demi no dijo nada porque, mientras hablaba, él le estaba frotando la muñeca con el pulgar. Ella se quedó sin respiración, presa del deseo.
 –No sé qué habría hecho sin ti.

 –No pasa nada –repuso ella con voz ronca y se aclaró la garganta, pensando si debía apartar la mano.
 –Sé que no esperabas encontrarme aquí, pero yo me alegro de haber estado. Te he echado de menos.

Demi quiso gritarle que no debía usar palabras como esa, que encendían las fantasías más inapropiadas en su cerebro.

 –¿Tú me has echado de menos o has estado tan ocupada que ni te has acordado de mí?
 –Yo… no sé qué esperas que diga… Joseph… –balbuceó ella–. Claro… me acordaba de ti de vez en cuando y esperaba que estuvieras bien. Pensaba haberte escrito más correos electrónicos, siento no haberlo hecho…

Joseph se quedó mirándola en silencio con expresión indescifrable.
 –Bueno, te dejo para que te cambies.
 –Voy a esperar a secarme primero un poco. Así me costará menos quitarme la ropa mojada.
 –Bueno.

 Demi estaba cada vez más nerviosa, mientras él no dejaba de mirarla con esos increíbles ojos azules suyos.
 –Siéntate un rato y sécate antes de ponerte a cocinar –sugirió él.
 –Tal vez… unos minutos más… –dijo ella y se sentó junto al fuego.

 Joseph había ganado cierto aire de madurez en los últimos cuatro años. Su ascenso en el mundo de los negocios había sido meteórico. Demi lo sabía porque, en una ocasión, había leído todo lo que había disponible sobre él en Internet. Había ampliado sus negocios más allá de la compañía que había heredado, comprando empresas en quiebra y haciéndolas resurgir. Aun así, no había caído en las redes del matrimonio. ¿Por qué? ¿Estaba tan centrado en el trabajo que las mujeres eran solo algo accesorio para él? ¿O, tal vez, prefería salir con muchas en vez de comprometerse con una?

Demi sintió la urgencia de saltar por encima del escudo protector que ella misma se había forjado y preguntárselo. Pero se contuvo, al recordar la última vez que se había tomado demasiadas confianzas con él.

 –Has crecido –comentó Joseph con suavidad–. Ya no eres tan abierta y transparente.
 –La gente crece –replicó ella de forma abrupta.
 –¿Te hizo daño este tipo?

Durante unos segundos, Demi no comprendió a quién se refería, hasta que se dio cuenta de que estaba hablando de Patric.
 –¡Es mi mejor amigo!

 –No sé muy bien qué quieres decir con eso –observó él, mirándola con intensidad–. ¿Estabas enamorada? ¿Te rompió el corazón? Porque pareces mucho más cínica que hace años. Sí, ya sé que la gente cambia, pero ahora eres mucho más recelosa que antes.

Demi se quedó sin palabras. Igual Joseph sabía que había estado loca por él de adolescente, pero era obvio que ignoraba la profundidad de sus sentimientos. ¡Incluso a ella le había sorprendido lo profundos que habían sido! Cuando había empezado a salir con otros hombres, se había dado cuenta de lo mucho que le había afectado su rechazo. Y esos mismos sentimientos del pasado… estaban volviendo a revivir.
¡Lo último que Demi necesitaba era que él se diera cuenta!

 –Quiero a Patric –afirmó ella, tensa–. Y no quiero que me psicoanalices. Sé que estarás aburrido, ahí inmovilizado, pero puedo traerte el ordenador para que trabajes.

 –Tengo el ordenador en mi casa y no quiero que atravieses la tormenta para ir a buscarlo. Ya he trabajado bastante por hoy, de todos modos. Puedo permitirme un poco de tiempo libre.
 –A tu madre le gustaría escuchar eso. Cree que trabajas demasiado.
 –Pensé que nunca hablabas de mí con mi madre –señaló él con una sonrisa.
Demi meneó al cabeza y se levantó.

 –Voy a preparar algo de comer. Cámbiate cuando quieras.
 –¿Qué hay en el menú?

 –Lo que yo te sirva –repuso ella y se giró. Cuando oyó cómo él se reía a sus espaldas, tuvo que contenerse para no reír también.

 Sin poder dejar de pensar en él, Demi se puso a preparar una salsa con tomates, champiñones y nata, para acompañar unos espaguetis.

Joseph la molestaba y la irritaba como nadie había podido hacer. Pero también la hacía reír y la seducía. Eso solo quería decir una cosa. No había superado sus sentimientos y él seguía teniendo un influjo poderoso sobre ella, al contrario de lo que había esperado.

Cuando lo imaginó recostado en el sofá del salón, una cálida excitación comenzó a apoderarse de ella, muy a su pesar.
Le llevó una bandeja y él se sentó para sostenerla.

 –Los analgésicos me están haciendo efecto –indicó él y empezó a comer.
A mitad de la cena, Joseph anunció que ya estaba casi seco. Con generosidad, informó de que no haría falta que lavara su ropa, aunque ella tampoco se lo había ofrecido.
 –Tengo mucha más en casa –afirmó él–. Para varios días.
Demi lo miró, frunciendo el ceño.
 –¿Cuánto tiempo planeas quedarte?

 –¿Quién sabe? Aunque el tiempo mejore y deje de nevar, no podremos salir de aquí durante un par de días más. Está demasiado profunda para conducir y, tal y como estoy, no puedo ponerme a despejar el camino con la pala. De todas maneras, no creo que deje de caer durante las próximas veinticuatro horas. O más, según el informe meteorológico.

 –Bueno, hablas como un pájaro de mal agüero –opinó ella, le quitó la bandeja, la colocó encima de la suya y se volvió a sentar, exhausta. Había sido un día agotador.

 –Yo lo llamo ser realista. Y eso me lleva al siguiente punto. No puedo volver a mi casa.
Voy a necesitar ayuda para ponerme en pie. Intento hacerme el fuerte, pero apenas puedo moverme.

Ella no lo había recibido con muchas ganas al principio, era cierto, se dijo Joseph. Pero había algo entre los dos, ya fuera amistad, atracción… Desde luego, él sentía algo cuando la miraba. Y cuando la escuchaba reír o la sorprendía mirándolo de reojo. Le gustaba verse obligado a quedarse allí, esa era la verdad.

 Demi no supo si creerlo. Joseph era un hombre fuerte. Siempre había alardeado de no ponerse enfermo y de no tener que ir nunca al médico. Si decía que le dolía, no era probable que estuviera mintiendo.

Por otra parte, él no parecía lamentar las circunstancias en absoluto. De hecho, para alguien presa del dolor, parecía bastante contento.
En cualquier caso, no podía mandarlo de vuelta a su casa en ese estado, aunque tenerlo allí la llenara de aprensión.

Después de cuatro años evitándolo, se había ganado una dosis concentrada de Joseph.
 –Por lo que parece, voy a tener que ir buscarte ropas para una estancia indefinida, además del ordenador… y voy a tener que alimentarte y darte de beber…
 –No hace falta que muestres tanto entusiasmo.
 –No es esto lo que yo esperaba cuando vine.

 –No –dijo él con tono seco–. Porque no esperabas encontrarme.
 –Pero me alegro de haberlo hecho –admitió ella a regañadientes–. Cuatro años es mucho tiempo. Casi me olvido de tu aspecto.
 –¿Y es como lo recordabas?
 –Pareces mayor –contestó ella, sin preocuparse por dañar su enorme ego.
 –Muy amable –repuso él con una sonrisa–. Ahora vas a tener que hacerme otro favor, me temo.

 –Quieres café. O té. U otra cosa para beber. Y quieres un postre dulce. Tal vez una tarta casera. ¿Acierto?
 –¿Sabes hacer tartas? –preguntó él–. Sé que no eres muy amiga de la cocina… –añadió, sosteniéndole la mirada.

lunes, 25 de marzo de 2013

Química Perfecta Capitulo 29




Demi
       
No es que me avergüence de la discapacidad de mi hermana, pero no quiero que Joe la juzgue, porque si se ríe de ella, no podré soportarlo. Me doy la vuelta.
    - No se te da muy bien obedecer órdenes, ¿verdad?

    Me sonríe como diciendo «soy un pandillero, ¿qué esperabas?».
    - Tengo que ir a echarle un vistazo a mi hermana. ¿Te importa?
    - No. Así podré conocerla. Confía en mí.

    Debería sacarlo de casa a patadas, con sus tatuajes y todo. Debería, pero no lo hago. Sin decir nada más, lo llevo a nuestra oscura biblioteca revestida de madera. Shelley está sentada en su silla de ruedas, con la cabeza torpemente inclinada hacia un lado mientras ve la televisión.

    Cuando se da cuenta de que tiene compañía, aparta la mirada del televisor y nos observa, primero a mí y después a Joe.

    - Este es Joe -le explico, y apago la tele-. Un amigo del instituto.
    Shelley mira a Joe con una sonrisa torcida y golpea su teclado especial con los nudillos.
    - Hola -dice una voz femenina y computarizada. Golpea otro botón-. Me llamo Shelley -continúa el ordenador.

   Joe se arrodilla junto a mi hermana. Ese simple gesto de respeto despierta una extraña sensación en mí. Colin siempre ha ignorado a mi hermana, la trata como si, además de discapacitada física y mental, también fuera ciega y sorda.
    - ¿Qué tal? -dice Joe, cogiendo la rígida mano de Shelley y estrechándola-. Qué ordenador más guay.

    - Es un mecanismo de comunicación especial o PCD -le explico-. Le ayuda a comunicarse con los demás.

    - Juego - dice la voz del ordenador. Joe se coloca junto a Shelley. Contengo la respiración mientras observo sus manos, asegurándome de que no estén al alcance de su espesa mata de pelo.

    - ¿Esto tienes juegos? -pregunta.
    - Sí -respondo por ella-. Es una fanática de las damas. Shelley, enséñale cómo funciona.

    Mientras Shelley presiona despacio la pantalla con los nudillos, Joe lo observa todo visiblemente fascinado. Cuando aparecen las damas en la pantalla, Shelley empuja la mano de Joe.

    - Tú primera -dice él.
    Ella niega con la cabeza.
    - Quiere que empieces tú -le digo.
    - Guay -dice él, dándole un golpecito a la pantalla.
    Les observo. Ver jugar tranquilamente a este tipo duro con mi hermana mayor me hace sentir muy bien.

    - ¿Te importa si voy a prepararle algo de comer? -le pregunto. Necesito salir de la habitación.

    - No, adelante -repone Joe sin apartar la vista de la pantalla.
    - No tienes que dejarte ganar -le advierto antes de marcharme-. Se le dan muy bien las damas.

    - Eh, gracias por el voto de confianza, pero estoy intentando ganar -responde Joe.
    Sonríe con sinceridad. No intenta representar el papel de chico duro y arrogante. Me hace desear con más fuerza escapar de allí. Poco después, cuando entro en la biblioteca con la comida de Shelley, Joe dice: - Me ha destrozado.

    - Ya te dije que era buena. Pero se acabaron los juegos por hoy -le digo a Shelley. Acto seguido, me vuelvo hacia Joe y añado-: Espero que no te importe que le dé de comer.

    - Desde luego que no.
    Joe toma asiento en el sillón de piel favorito de mi padre mientras yo coloco la bandeja delante de Shelley y le doy de comer su compota de manzana. Es un desastre, como siempre. Ladeo la cabeza y veo a Joe que está observándome mientras le enjugo a mi hermana la comisura de los labios con una toallita.

    - Shelley, tendrías que haberle dejado ganar. Ya sabes, por educación. -Mi hermana responde negando con la cabeza. La compota le resbala por la barbilla-. De modo que así están las cosas, ¿eh? -le recrimino, esperando que la escena no asquee a Joe. Tal vez le estoy poniendo a prueba para averiguar sí puede soportar un rato de mi vida en casa. Si lo hace, aprobará-. Espera a que se vaya Joe. Ya te enseñaré yo quién es la campeona de las damas.

    Mi hermana me regala una de sus sonrisas dulces y ladeadas.
    Es como si expresara mil palabras con ese gesto. Durante un momento, me olvido de que él me observa. Es tan extraño tenerlo aquí, dentro de mi vida, en mi casa. No pertenece a este lugar y, sin embargo, no parece importarle estar aquí.

    - ¿Por qué estabas de tan mala leche en clase de química? -me pregunta.
    Porque van a llevarse lejos a mi hermana y ayer me pillaron con las tetas al aire mientras Colín tenía los pantalones bajados delante de mí.
    - Estoy segura de que has oído los espantosos rumores.
    - No, no he oído nada. Quizás estés obsesionada.

    Quizás. Shane nos vio, y tiene la lengua muy larga. Cada vez que alguien me miraba hoy, me daba la impresión de que lo sabía. Miro a Alex y le digo:
    - A veces desearía poder retroceder en el tiempo.

    - Sí, yo desearía poder retroceder unos cuantos años -responde muy serio-. O hacer que los días pasaran muy deprisa.

    -Por desgracia, la vida real no funciona con mando a distancia -me lamento. Cuando Shelley termina de comer, la siento delante de la televisión y me llevo a Joe a la cocina-. Mi vida no es tan perfecta, después de todo, ¿verdad? -le pregunto mientras saco unos refrescos del frigorífico.
    Joe me mira con curiosidad.

    - ¿Qué? -le espeto. -Supongo que todos tenemos problemas. A mí me persiguen más demonios de los que salen en una película de terror -dice, encogiéndose de hombros.
    ¿Demonios? Nada parece perturbar a Joe. Nunca se queja de su vida.
    - ¿Cuáles son tus demonios? -insisto.

    - Si te cuento cuáles son mis demonios, saldrías corriendo de aquí.
    - Creo que te sorprendería más saber qué me hace correr a mí, Joe.
    Las campanadas del reloj de pared resuenan por toda la casa. Una. Dos. Tres. Cuatro. Cinco.

    - Tengo que irme - anuncia Joe-. Mañana podemos quedar en mi casa, después del instituto, para estudiar.

    - ¿En tu casa? ¿En la zona sur?
    - Puedo enseñarte un pedacito de mi vida. ¿Te atreves? -me reta.
    - Claro -aseguro, tragando saliva. Que empiece el juego.

    Cuando le acompaño a la puerta, oigo que alguien está aparcando el coche en la entrada de mi casa. Si es mi madre, me la cargo. Da igual que hayamos tenido un encuentro de lo más inocente, se pondrá hecha una furia.

    Miro a través de las ventanas de la puerta principal y reconozco el deportivo rojo de Darlene. - Oh, no. Mis amigas están aquí.

    - Que no cunda el pánico -dice-. Abre la puerta. No puedes fingir que no estoy aquí. Mi moto está aparcada en la entrada.

    Tiene razón. No puedo ocultar su presencia. Abro la puerta y salgo al exterior. Joe está justo detrás de mí cuando me encuentro con Darlene, Morgan y Sierra en la acera.

    - ¡Hola, chicas! -exclamo. Tal vez si actúo con normalidad no le darán tanta importancia al hecho de que Joe esté en mi casa. Le doy un codazo a mi compañero de laboratorio-. Estábamos hablando de nuestro proyecto de química. ¿Verdad, Joe?
    - Así es.

    Sierra arquea las cejas. Cuando Morgan ve salir de mi casa a Joe, me da la sensación de que está a punto de sacar el móvil, sin duda para poner al corriente a la otra M.

    -¿Deberíamos irnos y dejaros a solas? -sugiere Darlene. -No seas ridícula -me apresuro a añadir. Joe monta en la moto. La camiseta que lleva marca una espalda perfectamente musculada y los pantalones un perfectamente musculado...

    - Nos vemos mañana -dice, señalándome con el dedo tras ponerse el casco. Mañana. En su casa. Asiento con la cabeza.
    Después de que Joe se haya ido, Sierra interviene:
    - ¿De qué iba todo esto?

    - Química -murmuro.
    Morgan se ha quedado boquiabierta.
    - ¿Estabais haciéndolo? -insiste Darlene-. Porque hace diez años que somos amigas y puedo contar con los dedos de la mano las veces que me has invitado a entrar en tu casa.
    - Es mi compañero de química,
    - Es un pandillero, Demz. No lo olvides nunca -dice Darlene. Sierra niega con la cabeza y añade:

    - ¿Estás colada por otro tío que no es tu novio? Colin le ha comentado a Doug que últimamente te comportas de un modo muy extraño. Somos tus amigas, así que hemos venido aquí para hacerte entrar en razón.
    Me siento en el primer escalón y las oigo parlotear sobre la reputación, los novios y la lealtad durante media hora. Tienen razón.

    - Prométeme que no sucede nada entre Joe y tú -exige Sierra cuando Morgan y Darlene se marchan en coche y nos quedamos solas.
    - No sucede nada entre Joe y yo -le aseguro-. Te lo prometo.