martes, 23 de octubre de 2012

Durmiendo Con Su Rival Capitulo 9



Ocho horas después de su reunión con Joe, estaba sentada en el gran sofá del salón, desaho­gando su frustración con sus hermanas pequeñas.
Rita, que trabajaba de enfermera en el Hospital General de Boston y estaba a punto de cumplir veinticinco años, la escuchaba con simpatía.
Por otro lado, Maria, de veintitrés años, parecía preocupada. Estaba sentada al lado de la ventana, contemplando la puesta de sol. Demi admiraba la mano que tenía su hermana para los negocios, y aquella noche necesitaba toda su atención.

-¿Es que no te importa lo que está ocurriendo? -preguntó Demi, incapaz de contener su irrita­ción.
Maria se dio la vuelta de inmediato y la miró fi­jamente con la facciones de su rostro aniñado algo descompuestas. A pesar de su pequeño tamaño, exudaba fuerza.
-Eso no es justo. Tú sabes lo importante que era para mí la promoción del día de San Valentín. Estoy tan preocupada como tú por la empresa que fundaron nuestros abuelos.

Por supuesto que era así. Demi se sintió culpa­ble al instante. Maria llevaba la heladería Lovato, un local retro situado en Hanover Street en el que se respiraba el encanto y la emoción de tiempos pasados.
Pero Demi no podía evitar preguntarse si no es­taría ocurriendo algo más en la vida de Maria. Últimamente, su hermana había estado marchán­dose casi a hurtadillas, como si fuera a encontrarse con alguien en secreto.
Demi sacudió la cabeza con incredulidad. Todo aquel asunto del montaje que le había propuesto Joe la estaba volviendo loca, llegando incluso a imaginarse un amante secreto para Maria.
-Me siento como si estuviera atrapada entre una roca y una pared de piedra -dijo Demi, encau­zando la conversación hacia su rival-. La reputa­ción de Lovato hace aguas y yo acabo de en­frentarme abiertamente con el asesor que se supone que tiene que sacarnos de este lío.
-Lo siento, Demi -intervino Maria apartándose de la ventana-. Sé que esto no es fácil para ti.
Rita, que estaba sentada en uno de los sillones, dobló las piernas. Seguía con el uniforme puesto, aunque se había quitado los zuecos blancos de en­fermera.
-Tiene que haber una solución.

-Sí, pero, ¿cuál? -preguntó Demi pasándose la mano por su cabellera rizada con impaciencia—. Estoy dispuesta a hacer lo que haga falta para res­taurar la reputación de Lovato, pero no puedo soportar la idea de rendirme ante ese macho arrogante. No me cree capaz de seducir a la prensa por mí misma. Piensa que necesito que él me en­trene.
-Entonces, demuéstrale que está equivocado -sugirió Maria-. Demuéstrale que puedes manejar a la prensa.                         

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-Es una idea estupenda -aseguró Rita al ins­tante-. Después de todo, Demi, tú tienes tu propio encanto. Tu imagen no tiene nada de malo.
-Así es -continuó Maria dirigiéndole una cálida sonrisa-. Eres una mujer guapa, triunfadora y po­derosa. ¿Qué puede enseñarte ningún asesor que tú ya no sepas?
-Nada -respondió Demi, sintiendo cómo crecía su confianza en sí misma.
Pero ella sí podía enseñarle muchas cosas a Joe Jonas.
Tras diez agotadoras horas de oficina, Joe abrió la puerta de su casa y al entrar arrojó las lla­ves mientras soltaba una palabrota.
El día había ido de mal en peor, y toda la culpa era de Demi.
¿Cómo era posible que lo hubiera rechazado? Su plan era perfecto, pero ella era demasiado orgullosa para admitirlo, para agradecérselo como se merecía. No sólo se estaba ofreciendo a reparar el daño de Lovato, sino también a crearle a ella una imagen más glamourosa.
¿Qué mujer en su sano juicio rechazaría algo así?

¿Acaso no sabía con quién estaba tratando? Joe era un experto. Incluso su propia casa era una obra de arte. Echó un vistazo a su alrededor, orgulloso de las reformas que había hecho en su hogar: El frío mármol del vestíbulo había sido sus­tituido por un suelo de madera, y a través de un arco se accedía a una zona en la que es exhibía una colección de antigüedades cuidadosamente elegidas, Joe sintió la imperiosa necesidad de darse una ducha caliente y tomarse una cerveza fría, así que se dirigió a la cocina de diseño, agarró un botellín y comenzó a quitarse la ropa.
Cuando subió las escaleras hacia el dormitorio principal ya había dejado un reguero de ropa ti­rada por el camino.
Situado al lado de la cama, vestido únicamente con un par de calzoncillos bóxer, abrió la cerveza y le dio un sorbo.
Entonces sonó el maldito teléfono.
-Diga -contestó con brusquedad, todavía mo­lesto por la reacción de Demi.
-Soy yo -respondió al otro lado una voz feme­nina.
-¿Quién es «yo»? -preguntó Joe, aunque sabía de sobra que se trataba de la mismísima princesa de hielo.
-Soy Demi. He cambiado de opinión.
-¿Significa eso que harás el montaje conmigo?
-Sí -respondió ella con firmeza-. Pero no per­mitiré que cambies mi imagen.
Joe guardó silencio durante unos segundos. Ella seguiría sus consejos tanto si le gustaban como si no. Pero no iba a discutir ese punto en aquel instante. Por el momento, la dejaría creer que había ganado.
-Muy bien, pero no podrás echarte atrás si las cosas se ponen algo feas. Así que más vale que es­tés completamente segura de que quieres comprometerle con este proyecto.
-Yo intento luchar contra el problema de Lovato -respondió Demi-. Aunque eso signifique te­ner que fingir una relación contigo.

-Muy bien. Voy para allá, entonces.
-¿Para qué? -preguntó ella con suspicacia.
-Para ultimar los detalles. Estaré allí dentro de aproximadamente una hora.
Joe colgó el teléfono antes de que Demi pu­diera protestar. Luego se quitó los calzoncillos y se metió en la ducha con la esperanza de que ella no invadiera su mente. Lo único que le faltaba sería volver a fantasear con Demi Lovato.
¿Por qué se sentiría tan atraído por ella? Era todo lo estirada y excesivamente profesional que podía ser una mujer. En su interior no había ni un gramo de calor.
Y por aquel entonces, Joe necesitaba alguien cariñoso. Quería una mujer que fuera capaz de hacer cualquier cosa por él, incluso dejar una bri­llante carrera profesional.
Sabía que aquel era un pensamiento muy egoís­ta, pero le importaba un bledo. Las noticias sobre su madre habían cambiado su modo de ver las co­sas, y no podía evitar suspirar por lo que le había sido negado.
Tras darse una buena ducha, Joe se puso unos pantalones negros y un jersey gris y se dispuso a ir a ver a Demi.

Tal como había dicho, se presentó a su puerta en el plazo previsto y pulsó la tecla del apartamento del piso cuarto. Cuando ella le hubo abierto, Joe entró y la esperó en el vestíbulo. La casa de piedra tenía una escalera de madera pu­lida, un ascensor moderno decorado con una puerta antigua y un área de recepción decorada como un salón.
De pronto, Joe sintió como una especie de energía femenina girando a su alrededor como un fantasma perfumado. Metió las manos en los bolsi­llos y se dispuso a contemplar la escalera.
Demi descendía por ella como una sirena sur­gida del mar Adriático. Llevaba el cabello suelto flotando sobre los hombros.
De pronto, un súbito deseo sexual recorrió las venas de Joe.
Ella descendió hasta el recibidor y ambos se quedaron mirándose fijamente el uno al otro.
-Me gusta cómo llevas el pelo —dijo él como si tal cosa, hundiendo más las manos en los bolsillos, allí donde su cuerpo se había puesto duro.
-Gracias —respondió Demi con su frialdad habi­tual-. Pero a mí me gusta más recogido.
«Qué bruja», pensó Joe. «Ni siquiera es capaz de aceptar graciosamente un cumplido».
-Quiero que lo lleves suelto cuando estés con­migo -ordenó él sin poder evitar imaginar qué se sentiría al hundir las manos en aquella espesa me­lena.
-No empieces, Joe -dijo Demi elevando la bar­billa.
-¿Que no empiece con qué? -preguntó él dedi­cándole una de sus sonrisas, sabiendo que aquello la molestaría aún más.
-A decirme lo que tengo que hacer.
Él se encogió de hombros, y Demi le señaló el área de recepción.
-Siéntate. Te traeré algo de beber.
-Gracias, pero prefiero tomarlo en tu aparta­mento.
-No te he invitado a subir -respondió ella mi­rándolo fríamente.

Durmiendo Con Su Rival Capitulo 8



Dos días más tarde, Demi entró por la puerta del impresionante edificio que albergaba la em­presa Jonas Marketing, una agencia global de publicidad, relaciones públicas y marketing.
Joe la había llamado por la mañana, solici­tando una reunión. Demi había tratado de conven­cerlo para que acudiera él a su despacho, pero se había negado. Por alguna inexplicable razón, que­ría que ella se acercara a sus dominios.
Demi sospechaba que él había ideado el escán­dalo y pretendía hacerle algún tipo de presenta­ción del mismo.
Llamó al botón del ascensor principal y, una vez dentro, pulsó la tecla correspondiente y dejó escapar un suspiro nervioso. No se sentía cómoda volviendo a ver a Joe, especialmente después de aquella cena «de trabajo» tan extraña.
Se habían pasado media noche mirándose fija­mente el uno al otro como dos adolescentes ávi­dos de sexo en su primera cita. Demi había odiado cada minuto de aquel sentimiento de arrobo, y ha­bía tratado de luchar contra él durante toda la cena. Pero la comida se fundía en su boca como un no deseado afrodisíaco, y Joe no había dejado de sonreírle ni de bromear con ella con aquella manera suya tan particular, lo que había servido únicamente para ponerla más nerviosa.

El ascensor se detuvo en el sexto piso, y Demi se bajó, tratando de contenerla ansiedad. Se estiró la chaqueta y se dijo a sí misma que tenía que relajarse. No pensaba permitir que Joe la mirara del mismo modo que lo había hecho en el restau­rante. Aquel día se había puesto un traje de cha­queta marrón, jersey de cuello vuelto y botas clási­cas. Sin contar con la cara y las manos, llevaba todo el cuerpo cubierto. Era imposible que aquel atuendo lo excitara.
Dispuesta a librar batalla, Demi entró en la ofi­cina, y se quedó parada observando la inmensa área de recepción. Había antigüedades de todos los rincones del mundo, mezcladas con obras de arte moderno. Ella supo al instante que Joe ha­bía trabajado codo a codo con el decorador.
-¿Es usted Demi Lovato? -le preguntó una jo­ven elegante acercándose con la mano exten­dida-. Soy Kerry Landau, la asistente de Joe.
-Encantada de conocerla.

Cuando Demi se dio la vuelta para saludar a la joven vio a Joe. Había aparecido de la nada, y es­taba apoyado en el marco de la puerta de su des­pacho con la cabeza levemente ladeada.
-Está aquí la señorita Lovato -anunció Kerry.
-Ya lo veo.
Joe deslizó la mirada sobre el cuerpo cuidado­samente cubierto de Demi, y ella se sintió de pronto tan desnuda como una estatua. E igual de vulnerable.
-¿Estás lista? -preguntó él.
¿Para entrar en la guarida privada del lobo? No, no estaba en absoluto preparada.
-Por supuesto.
-Bien.

Joe la acompañó por un pequeño pasillo bien iluminado hasta su despacho. Le ofreció asiento en una zona elegante y sin embargo confortable. No había escatimado recursos para decorar sus dominios, y Demi sospechó que su familia sería tan rica como la suya propia. Pero allí acababan sus si­militudes.
Joe era hijo único. El príncipe, el heredero del trono Jonas. Por su parte, Demi luchaba contra su posición de hija mediana, aquella a la que los padres casi no veían, aquella que tenía que trabajar el doble para que se fijaran en ella.
-Bueno -dijo Demi removiendo el té que Joe acababa de servirle en una taza de plata-. ¿Cuál es el motivo de esta reunión? ¿Has ideado ya algún escándalo?
-Sí.
-¿Y? -preguntó ella tras dar un sorbo delicado.
-Creo que tú y yo deberíamos tener una aven­tura.
Demi estuvo a punto de derramar el té, y Joe soltó una carcajada.
-No una aventura de verdad -aclaró.
-A ver si lo he entendido -dijo ella colocando la taza sobre la mesa mientras trataba de aparentar tranquilidad-. ¿Estás sugiriendo que finjamos un romance?
-Eso es. Un romance apasionado y una ruptura sonada.

-No puedes estar hablando en serio -dijo ella soltando el aire con fuerza.
-Claro que sí. Tu familia ya ha sido blanco de la prensa sensacionalista, así que tú atraerás mucha atención. Y yo también, teniendo en cuenta que ya he estado en el ojo del huracán.
Así era, había sido el blanco de todas las mira­das por su relación con una estrella de cine.
-Hazme caso. Funcionará. Imagínate los titula­res: 

«El príncipe de las relaciones públicas derrite a la princesa del helado». Será todo un éxito.
-Pero si ni siquiera nos caemos bien... -objetó ella sacudiendo la cabeza.
-¿Y qué? Esto es un montaje. Tres semanas de citas románticas, luego una ruptura pública y sal­dré de tu vida -dijo Joe mientras se quitaba la chaqueta y se aflojaba la corbata-. Cuando salte­mos a la prensa, ya nadie se acordará de la pimienta en el helado ni de las maldiciones de fami­lia. Vamos, no tienes nada que perder -aseguró él mirándola directamente a los ojos.
«Sólo la cabeza», pensó ella.
—Entre nosotros hay mucha química, Demi.
Joe se acercó al sillón en el que ella estaba sen­tada y la tomó de la mano. Cuando sus dedos se rozaron, Demi sintió una descarga eléctrica que le recorrió el brazo.
-No puedes negarlo. Sé que la sientes.
Joe se llevó su mano a la boca y le rozó los nu­dillos con los labios. Luego, bromeando, le dio un breve mordisco.
Demi notó cómo se le calentaba la sangre desde la cabeza hasta los pies. Sintió un golpe de calor entre las piernas, y los pezones se le pusieron du­ros.
Pero cuando él le dedicó una de sus sonrisas lentas y sensuales, ella retiró la mano.
Por supuesto, Joe tenía razón. Aquel montaje podía funcionar. La prensa sensacionalista se ali­mentaría de aquella tensión sexual que él preten­día crear. Las revistas se dedicarían a escarbar en su aventura en lugar de arrojar basura sobre Lovato.
-Entonces, ¿qué me dices? -preguntó Joe.
 «Sí. No. Tal vez», pensó Demi. La cabeza le daba vueltas y tenía el corazón acelerado.
 -No sé. Yo...

-Oye, si lo que te preocupa es tu imagen, relá­jate. Ya he pensado en ello.
-¿De qué estás hablando? -preguntó ella parpa­deando.
-De ese modo de ser tuyo tan estirado -respon­dió Joe acercándose hasta el mueble bar-. Sabes tan bien como yo que no sirve, Demi. Te hace pa­recer antipática.
-¿De veras? -preguntó ella mirándolo molesta.
-Sí —aseguró él abriendo una lata de soda y dando un gran trago-. Pero ya me he enfrentado a casos pa­recidos con anterioridad. Soy el tipo adecuado para proporcionarte una imagen que cautivará a los me­dios de comunicación, seducirá al público y hará que los hombres caigan rendidos a tus pies.
-No necesito que organices mi vida personal -replicó Demi ofendida, levantando la barbilla.
-No es eso -aseguró Joe colocando la lata so­bre la mesa—. Tienes mucha sensualidad, pero no sabes cómo utilizarla.

-¿Y crees que una relación falsa contigo me convertirá en una mujer fatal?
-Puedes estar segura de ello -respondió él con su característica sonrisa.
-Vete al diablo, Joe.-Vamos, no te pongas así. Esto es sólo trabajo.
En aquel momento, a Demi no le importaba. Negándose a escuchar una palabra más de su dis­curso de asesor, se puso en pie y se dirigió hacia la puerta, dejando a Joe maldiciendo a su espalda.
El salón comunitario de la casa de piedra era cómodo y al mismo tiempo elegante. Estaba deco­rado con plantas de grandes hojas, muebles de co­lor marrón y un buen número de cojines azul claro. Pero la atmósfera familiar no sirvió para me­jorar el humor de Demi.

Durmiendo con su Rival Capitulo 7




Demi se dio la vuelta y lo vio. Él tragó saliva. ¿Cuánto mediría ella? ¿Un metro setenta, un me­tro setenta y cinco? A los ojos de su mente, Demi se ajustaba perfectamente a él en la ducha, con aquel cuerpo húmedo, tan dulce y tan esbelto.
Ella se acercó más, y Joe se puso en pie, con su metro ochenta y tres de altura cubierto con una gabardina. Debajo llevaba un traje de diseño, pero si no conseguía controlar sus hormonas, luciría una enorme excitación donde no debía.

-Llega tarde -le espetó cuando estuvieron cerca el uno del otro…
-Y usted sigue tan maleducado como de cos­tumbre —respondió ella.
Joe no pudo evitar sonreír. Tenían una quí­mica de lo más extraño pero, de alguna manera, funcionaba.
Estaba claro que aquella actitud de princesa de hielo no encandilaría a la prensa, ni tampoco se­duciría al público. Lo que significaba que él ten­dría que remodelar un poco su imagen.
Demi se quitó el abrigo y Joe resbaló la vista por toda la magnitud lujuriosa de su cuerpo. Claro que lo haría. Podía convertirla en una chica re­belde que sin embargo resultara simpática.
-¿Qué está haciendo? -le preguntó Demi.

-Sólo miraba -respondió él mirándola a los ojos con una sonrisa.
Demi llevaba un vestido no muy corto de color beige que le hacía juego con la piel. Joe alzó la mano para soltarle uno de sus rizos, pero ella dio un paso atrás, negándose a que él la tocara.
-Mantenga las manos quietas, Jonas.
-Es que la lluvia le ha revuelto el pelo -mintió él-. Sólo trataba de arreglárselo.
Demi dejó escapar una especie de suspiro y Joe supo que la había puesto nerviosa. Nerviosa en el mejor sentido. En el sentido sexual.
-Mi pelo está perfectamente -dijo ella.
Pero Joe no estaba de acuerdo. Aquel estilo de señora arreglada era demasiado estirado, dema­siado formal.
-¿Va usted a invitarme a cenar o no? -preguntó ella.
-Por supuesto. Vayamos a nuestra mesa.

Un camarero los guió hacia una mesita para dos apartada, en la que lucía una vela blanca con cera derretida en la base y un único capullo de rosa colocado en un vaso. Ambos detalles le confe­rían a la mesa rústica un toque romántico.
Estudiaron sus cartas en silencio. Cinco minu­tos más tarde, cuando el camarero regresó con las bebidas que habían pedido, Demi y Joe pidieron lo mismo, con la diferencia de que él pidió la carne poco hecha y ella muy pasada.
Cuando llevaron un cestito con pan caliente, él hizo el amago de levantarla para ofrecerle un pa­necillo al mismo tiempo que Demi metía la mano para servirse ella misma. Pero antes de que sus manos se rozaran, ella retiró la suya.

-Adelante, señorita Lovato -dijo Joe oscilando la cesta frente a ella-. ¿O Puedo llamarte Demi?
Ella escogió un bollito y luego procedió a un­tarlo de mantequilla.
-Está bien. Llámame Demi.
-Tú puedes llamarme Joe -apuntó él mientras la observaba darle un mordisco a su pan.
Ella lo masticó y luego emitió un leve sonido de placer, parecido a un tenue gemido sensual.
-Dilo -ordenó Joe, divertido, mientras esti­raba el brazo para alcanzar su cerveza.
-¿Cómo dices? -preguntó ella alzando la vista.
-Mi nombre. Di mi nombre.
Joe -respondió Demi mirándolo con curiosi­dad.
-No ha estado mal, pero es mejorable -dijo él conteniendo una mueca-. Tienes que gemir des­pués de decir mi nombre, como has hecho tras co­mer el trozo de pan.
Demi cayó por fin en la cuenta de la broma, y le tendió el cestito de pan.
-Vete a la porra, Joe.

-No he podido evitarlo -confesó él dando rienda suelta a la sonrisa que estaba conteniendo—. Quiero decir... he aquí una mujer que tiene un or­gasmo con un pan con mantequilla.
-No he tenido ningún orgasmo.
-Claro que sí.
-Claro que no.
Ella lo miró por encima de la mesa, pero su ex­presión de fastidio se le quedó de pronto corta. Joe la estaba mirando fijamente, y Demi se son­rojó y comenzó a juguetear con la servilleta que te­nía en el regazo.
-No lo hagas -dijo ella.
-¿Hacer qué?
-No me mires así.

Joe observó sus facciones, fascinado por aque­llos ojos violeta y aquella boca jugosa.
-Es que eres muy hermosa, Demi.
Él no era capaz de detener la atracción, el calor, la espontánea sexualidad que le ardía en la sangre.
Demi soltó el aire que tenía retenido y se hizo el silencio.
La lluvia golpeaba contra el edificio, y la luz de la vela bailaba entre ellos, remarcando la intensi­dad del momento.
Joe le dedicó una leve sonrisa sensual. Demi era perfecta para el escándalo que tenía en mente.