miércoles, 31 de octubre de 2012

Durmeido con su rival Capitulo 14





Tres días más tarde, Demi estaba sentada en el salón comunitario de la casa de piedra esperando a Joe.
Tenían otra cita.
No estaba muy segura de cuánto más podría aguantar. Se habían evitado el uno al otro desde su último y apasionado encuentro, pero Joe ha­bía terminado por llamarla y había insistido en que era el momento de hacer otra aparición pública. Así que allí estaba ella, vestida con un traje corto y ajustado y calzada con unos tacones que le añadían cinco centímetros a su ya de por sí ele­vada estatura.
Se había comprado aquel vestido para Joe. Sa­bía que lo volvería loco si enseñaba las piernas. Y el sujetador que había elegido le levantaba los pe­chos hasta casi sacárselos del vestido. Joe babea­ría detrás de aquello que no podía conseguir.

Y eso era precisamente lo que aquel idiota se merecía.
Demi miró el reloj. ¿Dónde diablos se había me­tido? De todas las noches, había tenido que elegir justo aquella para hacerla esperar. Estaba comen­zando a ponerse furiosa.
¿Por qué sería tan reacio a hablar de Tara Shaw? ¿Por qué no quería confirmar si su relación había sido una farsa o no?
Demi se puso en pie y se echó el pelo hacia atrás. Se había dejado la melena suelta, moldean­do sus rizos con una espuma especial.
Tara Shaw no tenía nada que envidiarle.
Escuchó el sonido de unos pasos en la escalera y se giró. Su hermana Rita estaba bajando las esca­leras.
-Guau -exclamó su hermana deteniéndose para contemplarla-. Vaya transformación. Vas más ajustada que la mujer pantera.
-Gracias -respondió Demi-. Pretendo hacerle sufrir.
-Ya veo -comentó Rita dirigiéndose a la cocina para prepararse una taza de té.
-¿Has averiguado ya algo sobre tu admirador secreto? -preguntó Demi siguiéndola con sus taco­nes altos.
-No -respondió su hermana negando con la cabeza.
El día de San Valentín, Rita había recibido una cajita blanca atada con un lazo rojo. En su interior había un pin, un corazoncito rodeado por una venda dorada. Habían dejado el regalo en el hos­pital, lo que le había llevado a creer que su admi­rador secreto era alguien relacionado con el Hos­pital General de Boston, en el que ella trabajaba.

-Todos los días me pongo el pin en el uniforme -dijo Rita-. Sigo esperando que quien me lo re­galó se dé cuenta y se identifique.
Demi pensó que podría tratarse de un celador. O un enfermero. O tal vez un paciente que ya no estuviera ingresado.
-Tal vez nunca lo averigües.
-Me resulta raro creer que alguien me deje un regalo y luego simplemente desaparezca.
Después de tomarse la taza de té, Rita regresó a su apartamento, dejando de nuevo a Demi espe­rando a Joe.
¿Dónde estaría?
Por fin sonó el telefonillo, anunciando su tar­día llegada. Ella le abrió y se quedó observando su reacción, mientras Joe se limitaba a mirarla fija­mente.
Pasó mucho tiempo sin decir una palabra, pero la nuez le subía y le bajaba cada vez que tragaba sa­liva. ¿Le estaría costando trabajo respirar?
-¿Ocurre algo? -preguntó Demi dedicándole una sonrisa inocente.
-¿Cómo? No, todo está bien -respondió él aflo­jándose el nudo de la corbata.
-Tienes mal aspecto.

Joe parecía sonrojado. Y excitado. Y estaba tan guapo como siempre. Llevaba un traje de corte impecable y una camisa que le hacía juego con las motas doradas de los ojos.
El vestido de Demi también era dorado. Por una vez, no permitiría que él la intimidara. Se merecía una lección. Aquella noche, ella lo volvería loco de deseo y luego lo castigaría dejándole dormir solo.
-Dame las llaves -dijo Joe de sopetón exten­diendo la palma abierta—. Te dije por teléfono que las tuvieras preparadas.

-Claro, por supuesto. Casi se me olvida -res­pondió Demi abriendo su bolso y sacando un juego.
Él se hizo con ellas y las metió en el bolsillo. Y luego volvió a mirarla fijamente, como un hombre que reclamara lo prohibido. Tenía la mandíbula tensa, y su pecho subía y bajaba con una respira­ción agitada.
Estaba claro que quería arrinconarla contra la pared y tomarla allí mismo. Pero, por supuesto, no iba a hacerlo. Robar un beso no era lo mismo que robar el cuerpo entero de una mujer.
Demi se sentía como la mujer fatal en la que él había asegurado que podía convertirla, solo que lo había logrado sin su ayuda. La venganza le sabía muy dulce.
-Vamos a ir a bailar, ¿verdad?
-Así es. A una discoteca del centro.
-Perfecto, porque tengo ganas de fiesta.

Demi tenía toda la intención de tomarse un par de copas. ¿De qué otro modo iba si no a presen­tarse en público con aquel vestido que apenas le tapaba el trasero y los pechos casi rozándole la barbilla?
-Vamos —dijo agarrando su chaqueta.
Aquella noche no estaba de humor para preo­cuparse de lo que el alcohol le podía provocar a su úlcera.
Aquella noche tiraría la precaución por la ven­tana y volvería loco a Joe Jonas.
Demi lo estaba volviendo loco. El cabello, el ves­tido, aquel escote del que no podía apartar la vista... Y si se acercaba algún tipo más para bailar con ella, Joe tendría que darle una patada en el trasero.
Nadie, pero nadie, se acercaba a su chica.

De acuerdo, tal vez Demi no le pertenecía exac­tamente, pero habían aparecido juntos en las re­vistas del corazón, que habían recogido ya su ro­mance, aunque las fotografías eróticas no habían hecho todavía su aparición.
Ante los ojos del mundo, Demi Lovato era suya.
Ella se sentó frente a él en la mesa y le dio un sorbo a su bebida. Había empezando tomando una pina colada, luego se había pasado a los mojitos y ahora estaba con la margarita.
-No deberías mezclar la bebida, Demi.
-Esta noche estoy experimentando.
«Sí, con mis hormonas», pensó Joe.
-Ya estás medio borracha.
-Se supone que estamos de marcha, montando un escándalo, ¿no? -preguntó ella sacudiendo su melena de rizos.
«He creado un monstruo», pensó Joe. «Un monstruo alto, esbelto y con tacones».
-Tal vez deberías comer algo -dijo arrimando un plato hacia ella.
Demi dejó la copa sobre la mesa y agarró uno de los canapés. Después de probarlo, compuso una mueca de sorpresa.
-Pica —dijo comprobando que el canapé tenía salsa de chile jalapeño.
Demi le dio otro pequeño mordisco y se puso de pie.
-¿Qué vas a hacer? -preguntó Joe.

-Voy a demostrarte cómo quema.
En un periquete, Demi se colocó delante de él, se sentó entre sus piernas y le echó los brazos al cuello.
Joe sintió que se quedaba sin aire en los pul­mones. Se le congeló la sangre. Los músculos de su estómago se encogieron.
Ella le recorrió los labios con la lengua, convir­tiendo el cuerpo de Joe en un puro escalofrío de placer.
-¿Vas a besarme o no? -preguntó él, maldi­ciendo su debilidad, el deseo desesperado que sentía por ella.
Demi le acarició la boca suavemente con los la­bios. Joe suponía que la mitad de la discoteca los estaría mirando, y aquello lo excitaba aún más. Quería que todo el mundo supiera que la princesa de hielo era su chica.

-Primero tienes que contarme tu fantasía más íntima -dijo ella.
Joe contuvo la respiración. ¿Sería así de provo­cativa en la cama?
-Tengo una relacionada con la miel.
-¿Y qué más? -insistió ella clavándole la mirada.
-Mujeres con faldas corta -respondió joe aca­riciándole la cintura, y luego las caderas, perdién­dose en sus curvas-. Sin braguitas.
-¿Quieres que me quite las braguitas para ti, Joe?
Oh, sí. Claro que quería.
-¿Aquí mismo? ¿Ahora?
Sólo si tú te desabrochas los pantalones para mí -le susurró Demi inclinándose para mordisquearle el lóbulo de la oreja.

Aquello era una locura. La atracción que sen­tían el uno por el otro era algo increíble, algo que iba más allá de lo normal. Funcionaban muy bien juntos. Rematadamente bien.
Demi lo besó por fin, colocando la boca sobre la suya y absorbiendo su lengua con rabia. Él la suc­cionó a su vez, una y otra vez. Sabía a tequila, a ron y a jalapeños.
-Quema, ¿verdad? -preguntó Demi retirándose.

«Como la fiebre», pensó Joe.-¿Podrías ponerte otra vez de rodillas para mí, Demi?
¿Aquí? ¿Ahora? -preguntó ella alzando las ce­jas.
No. Cuando estuvieran solos. Cuando no mi­rara la gente. Cuando pudiera tenerla sólo para él.
Sorprendido por un miedo súbito, Joe la miró a los ojos. Que el cielo lo ayudara: la quería sólo para él. Pero no solamente por sexo. De pronto, necesitaba algo más profundo, algo trascendente.
Y eso le daba mucho miedo.

Caperucita y El Lobo Capitulo 14




Joseph imaginó que Demi se sorprendería cuando su conductor giró hacia el
camino de grava con la señal de la reserva Wild Game, pero parecía casi
confundida.
—¿Hay una pista privada en algún lugar del bosque? —Ella miró a través de la
ventana del carro, tratando de encontrar algo entre los árboles, escudriñando en
la oscuridad. Sus manos se tensaron alrededor de la caja de pastelería que tenía
en el regazo, causando abolladuras en los bordes.

—Uh, no. No hay una pista de aterrizaje. Ni helipuerto. —¡Jesús!, ¿dónde estaba
esperando que la llevara a tomar el almuerzo? Él había tenido citas con muchas
mujeres que esperaban veladas totalmente excéntricas, pero no había vinculado
a Demi con ese tipo de mujer. Ella había sido criada por Ester, así que pensó que
ella sería más centrada, más… real.
Después de varios minutos de viajar por la grava del bosque, el carro se detuvo.
Joseph se agachó y sacó una caja de zapatos de debajo del asiento del
conductor.
Se la tendió a Demi—. Ten. Es posible que quieras ponértelas.
Ella dio la vuelta, su mirada bajó hacia la caja. Una extraña sonrisa se cruzó en sus
labios—. Me compraste zapatos, ¿Eh?
—En realidad, yo…
—Que son, ¿Manolo Blahnik? ¿Jimmy Choo? ¿Prada? —Ella le entregó la caja
pastelera y retiró la tapa de la caja de zapatos como si estuviera exponiendo un
culposo soborno.
—Son Timberlands, —Gray dijo—. Las botas de mi sobrina. No estaba seguro de tu
talla, pero tu pie parece tan pequeño como el de Shelly. Es una especie de
caminata. No hay lodo, pero tampoco es para caminar en sandalias con tacón.
—Él abrió la puerta—. ¿Querías zapatos de diseñador?
Ella palideció prácticamente se echó atrás en su asiento—. No. No, yo sólo
pensé… No importa. Estos están bien, perfectos.

Dave, el conductor, los había llevado tan cerca del lugar de picnic como pudo.
Sin embargo, la cantera del lago estaba a una buena distancia de la carretera.
Joseph no había estado allí en años, pero había tenido un extraño sueño la noche
anterior con Demi y él en el lago. Ella salía del agua desnuda.
Joseph sacudió el erótico recuerdo de su cerebro. Hoy quería mantener un estricto
control, sobre todo en sus acciones, así como en sus pensamientos. No quería
arriesgarse a perder el control como lo había hecho en su forma de lobo. Jesús,
ella hacia salir el animal en él.
Llevando la caja de pastelería por ella, él escuchó el sordo juramento de Demi y
miró hacia atrás en el momento en que ella se recuperaba del tropiezo con la raíz
de un árbol. Él la agarró de la mano sin pensar. Ella se sobresaltó, pero luego le
sujeto la mano fuertemente. Se sentía tan bien. Él trató de ignorarlo.
Joseph contemplaba su pierna elevarse sobre la raíz del árbol que sobresalía, la
pierna bien formada estiraba los límites de su adecuado vestido.

La idea era congraciarse con Demi, conocerla, dejarla conocerlo un poco. Sí, él
usaría la seducción suficiente para influenciarla. Usaría su atracción ya floreciente
para ganarse su lealtad. Cuando Cadwick hiciera su movimiento él quería que
Demi tuviera todas las razones para rechazarlo.
Nada más. No importaba lo que Ester esperaba, no había nada realmente entre
él y Demi. No podía. Ya había demasiado entre ellos. El hecho de que ella no
pudiera recordar, no cambiaba nada.
Llegaron al estrecho claro a lo largo del borde del lago.
—¡Oh Dios mío! —Demi exhaló las palabras—. La cantera. —Ella se puso pálida.
—¿No te gusta? —Él hizo un gesto hacia la mesa bajita fijada sobre una alfombra
oriental. Grandes almohadones de colores estaban alineados a los dos lados de
la mesa mientras el sol chispeaba rayitos plateados sobre la cubierta de los platos.
La mirada de Demi se deslizó sobre la mesa, sus labios se entreabrieron—. No.
Es… es hermoso. Estoy sorprendida. Nunca lo hubiera adivinado. Yo… —Ella miró
en dirección opuesta y Joseph siguió su mirada.

Cuando él vio la enorme roca inclinada suavemente hacia el agua, su súbita
erección lo dejó aturdido por un segundo. El recuerdo de lo que ella había hecho
en su sueño. Buen Dios, llegaría al orgasmo sólo con pensar en eso. Él se dio la
vuelta, luchando para controlar sus pensamientos. Pero entonces la mano de ella
comenzó a temblar en la suya, la palma estaba humedecida. Ella se había
sonrojado, su respiración era poco profunda. Estaba tan aturdida como él lo
estaba, afectados con la misma rapidez. ¿Por qué?
—¿Comemos? —Ella dejó caer la mano y se dirigió a la mesa—. No puedo
esperar para ver que hay debajo de esas cubiertas.
Él siguió, pero su mente era un caos con un millón de pensamientos, miles de
preguntas. Algo estaba pasando entre ellos, algo que él no podía explicar pero
podía sentir, como sentía el bosque a su alrededor. El impulso de vida luchando
bajo la superficie, tocando la naturaleza primitiva dentro de él, estaba
conectado con el bosque y conectado con Demi.
Su mandíbula estaba rígida—. No. —Eso no está bien.
—¿Qué?
Su mirada se posó en la de Demi, sus ojos eran inquisitivos con unas pequeñas
arrugas en las esquinas.
— ¿No vamos a comer aquí? —Ella preguntó.
—Sí. Lo siento, yo estaba… Perdóname. Por favor. —Él hizo un gesto hacia el cojín
purpura de gran tamaño que estaba más cerca de ellos.
Se quitaron las botas y zapatos, pasándose de ida y vuelta la caja de pastelería,
cuidadosamente dieron un paso sobre la alfombra.
Esos ojos verdes estaban mirando fijamente sus pies, una mirada de completa
apreciación femenina se proyecto en su cara—. Lindos pies.
Esto era definitivamente una mala idea.
Joseph ignoró su semi-dura erección. Se trasladó hacia la mesa, guiando a Demi
con su mano en la parte baja de la espalda. Ella se sentó como una dama, las
rodillas juntas y las piernas recogidas hacia un lado. El apretado vestido le había
dejado pocas opciones.

Annette había puesto dos platos lado a lado. El otro lado de la mesa estaba lleno
de arreglos florales, un plato más grande con fruta y dos llameantes candelabros.
Con el espacio limitado y Demi ya sentada, Joseph no tenía más remedio que
tomar el cojín al lado de ella.
Después de un segundo o dos de moverse inquietamente, ambos aceptaron que
las piernas de ella se presionaran contra su muslo. Joseph hizo su mejor esfuerzo
para ignorar la sensación.
—¿Y qué hay debajo de las cubiertas? —Ella preguntó, desconfiada—.
¿Langosta? ¿Trufas? O no, apuesto a que es steaktartare* ¿O tal vez codorniz?
¿Steaktartare? En lugar de contradecir sus bizarras suposiciones, Joseph se acercó y
quitó las dos cubiertas al mismo tiempo—. Sándwiches de mantequilla de maní,
galletitas y un vaso de leche. Me dijeron que era tu favorito.
Ella parpadeó, mirando fijamente el plato.
—Estas decepcionada. Lo siento. Yo pensé…
—No. — Ella le agarró la mano y le sonrió. —Es perfecto. Tienes razón. Es mi
favorito. Pero tu… estoy segura que preferirías tener, no lo sé, cangrejos de
concha suave o algo así.
Joseph resopló, poniendo las cubiertas a un lado—. No. No soy un amante de la
comida de mar. Además, no hay nada mejor que los sándwiches de mantequilla
de maní para los nervios.
—Lo sé. —Su mirada se posó en la suya como si acabara de oír lo que él había
dicho—. ¿Estas nervioso?
—Oh. No. Quiero decir… — Él la miró fijamente. Algo había cambiado en la
manera en que ella lo miraba. Había una suavidad en sus ojos, la fácil curva de su
sonrisa, como si él fuera de repente más atractivo para ella. Dios lo ayudara, a él
le gustaba la manera en que ella lo estaba mirando.
—Sí. —Él dijo—. Un poquito. Supongo. ¿Tu?
Ella se rió y los pequeños rizos saltaron a los lados de su rostro balanceándose
contra sus ruborizadas mejillas—. Sí. Yo también.
Él podía oler el aroma de lavanda de su champú, le encantaría sentir su cabello
rojo encendido en la mano, presionarlo contra la nariz, aspirarla a ella, la esencia
misma de ella.
Joseph parpadeó. Una rápida sacudida de cabeza y estaba fuera de la fantasía
mental.

—¿Estás bien?
Él no podía dejar de fruncir el ceño—. Sí. Solo estaba… ¿Cómo está tu sándwich?
Ella rió de nuevo, ligera y feliz—. No lo he probado todavía, pero es mantequilla
de maní. Es un poco difícil equivocarse con ella.
—Sí. Es verdad. —Él trató de reír, pero sabía que sonaría forzado.
—Es hermoso este lugar. Sabes, he escuchado que a los adolescentes de la zona
les gusta andar a hurtadillas hasta aquí para darse unos chapuzones desnudos.
Su atención se fijo en ella—. ¿Lo has hecho?
—¿Yo? —El rubor coloreó su cara y corrió por su nuca hasta el cuello redondo de
su vestido. Joseph siguió el rastro de ese rubor. ¿Se había extendido más lejos? ¿Se
calentarían sus pechos como lo hicieron sus mejillas? ¿Estaría caliente entre sus
muslos?
—Bueno, sí. Una o dos veces. Pero eso fue hace muchísimo tiempo. Cuando vivía
en la casita de campo con la abuela.
Él no quería pensar en eso. No podía dejar de pensarlo. El recuerdo de su sueño,
la realidad de ella nadando desnuda, los pensamientos e imágenes mezcladas
como una película erótica en su cabeza.

Ella tomó un sorbo de leche, dejando un delgado y blanco bigote revistiendo su
labio superior cuando terminó. Ella se humedeció su labio, pero una débil línea de
leche permaneció—. ¿Entonces por qué me trajiste aquí? Es sobre la tierra de la
abuela, ¿Verdad? Por lo menos estoy en lo cierto.
—Sí. —Él tragó saliva, con la mirada pegada en la línea de leche trazando su
labio.
—Yo quería que vieras qué está en riesgo si tu abuela vende.
—Pero ¿No es usted el que está tratando de comprar la tierra de la abuela?
—No, Demi. Yo no quiero que Ester se la venda a alguien.
—Así que ¿No estás tratando de seducirme?
Joseph abrió la boca, pero se dio cuenta que no sabía la respuesta. Exhaló. Cerró su
boca y desvió la mirada. Sus ojos aterrizaron en la caja de pastelería, con los
bordes abollados, aún puesta entre sus platos.
—¿Nunca me vas a enseñar que hay en la caja? —Él preguntó. No era el cambio
de tema más suave, pero lo haría.
Demi parpadeó, cogiéndola desprevenida, se enderezó—. Oh. Es… realmente
no es nada. Yo pensé en traer el postre.
Ella abrió la caja y el celestial aroma de chocolate flotaba.
—¿Brownies?

—Espero que te gusten las nueces. —Ella dijo.
Él sonrió, ella no podía saber por qué—. Me gustan. Mi madre solía hacerme
brownies. Ella era una panadera muy buena. Dios, amaba ayudarla.
—¿Tú horneas?
Joseph resopló—. Claro que no. Lo que hice nunca podría ser descrito como
hornear. Yo tomaba las medidas. De vez en cuando agitaba la mezcla. Fijaba la
temperatura. Mi especialidad. Principalmente la observaba.
—¿Eran cercanos?

Había sido hace mucho tiempo. Ser un hombre lobo había extendido su duración
de vida, lo cual significaba que esos recuerdos eran aun más lejanos—. Sí. Éramos
muy cercanos. Ella falleció hace muchos años, pero todavía puedo recordarla
desplazándose por la cocina, recopilando ingredientes, cocinando en un sartén,
mezclando sin ni siquiera mirar una receta de cocina. Se movía como si estuviera
flotando en una nube. Nunca cometía un error.
—¿Tú padre también ayudaba?
Joseph se burló—. No. Mi padre era de la creencia que los hombres eran hombres y
los hombres de verdad no entraban a una cocina excepto para informarle a sus
esposas que querían para la cena.

—Wow. Qué acto tan de 1950 por parte de él.
Ella estaba más cerca de lo que pensaba, pero Joseph mantuvo esa información
para sí mismo—. Correcto. Un hombre de verdad no llora como un niño. No
importaba. Yo la tenía a ella. Esas horas que pasaba solo con mi mamá mientras
ella horneaba me hacían libre. Podía contarle todo, mis miedos, mis angustias, mis
sueños y nunca pensó menos de mí. Nunca me hizo sentir avergonzado por no ser
duro como el acero todo el tiempo. Yo… extraño eso.

—Sé a lo que te refieres. Yo solía hornear con mi mamá también. Ella hacía el
mejor pastel de chocolate. Después de que falleció, yo solía sentarme en la
cocina por horas con mis ojos cerrados, imaginando que todavía podía oler ese
dulce y fresco aroma de algo recién horneado. Era como si ella aún estuviera
conmigo.

Una banda invisible presionó el pecho de Joseph. Los recuerdos de la noche en que
Demi había perdido a su mamá pasaron por su mente. Él los apartó.
—Es estúpido, —Ella dijo—. Pero es una gran parte de por lo que me gusta
hornear. Me hace sentir como si ella estuviera alrededor. Raro, ¿Eh?
Él extendió la mano y limpio la leche, todavía una húmeda línea estaba por
encima de su labio, él la retiró con el pulgar.
Querido Dios, sus labios eran tan suaves como parecían. Su mano se deslizó por la
mejilla de ella—. No. Es increíblemente adorable. Estoy seguro de que ella estaría
orgullosa de ti.
Los ojos de Demi se ensombrecieron con su toque. Ella se lamió el labio, trazando
en donde el pulgar de Joseph había estado.
—Tal vez podríamos tener un tiempo juntos y tú podrías, eh, tomar las medidas por
mí.
Ella se rió y el sonido complació su piel e hizo saltar su corazón.
—Me gustaría hacerlo.
—Sí. Seria agradable compartir con alguien que, tú sabes, entiende del tema. —
Su sonrisa temblaba, sus ojos de repente brillaron con lágrimas sin derramarse.
El corazón de Joseph se encogió, sus músculos se apretaron queriendo recogerla en
sus brazos. Sin pensarlo, su mano se había deslizado hacia el cuello de Demi, la trajo hacia él. Su mirada se desvió de esos suaves labios hasta sus ojos justo en el momento en que se cerraban y él tomo su boca con la suya. Caperucita Roja. Jesús, no sólo era el lobo en él quería devorarla.