domingo, 2 de junio de 2013

Mi Adorable Rebelde Capitulo 1




Si alguna vez pensaste que ser la hija del director del colegio te otorga algún privilegio especial, ya mismo te sacaré la idea de la cabeza. Tomemos, por ejemplo, ese asunto del curso de Literatura Superior de la señora McCracken. La señora McCracken es una de las profesoras menos populares del Colegio Secundario Knox, y casi todos los que reúnen las condiciones para entrar en sus clases se las arreglan de alguna manera para salir de ellas lo antes posible. Pero no yo, la hija del director. Es que mi padre está muy orgulloso de su programa de cursos superiores, y se sentiría muy ofendido si su propia hija no aceptara el honor de ser admitida.

Bueno, lo que es yo, no me sentía muy honrada en ese hermoso viernes del veranito de San Juan de Michigan, el cuarto día de mi último año escolar, sentada en la clase de la señora McCracken con otros cuatro pobres tontos (que por sus propias razones privadas tampoco podrían salir de allí).

Algunos detalles con respecto a la señora McCracken. Tiene más o menos setenta años, es grandota, pechugona, con pelo de algodón, ojos de águila, lengua viperina y, por lo general puntiaguda como una tachuela. Si una quiere explicarle porque de ninguna, pero ninguna manera le puede entregar su monografía a tiempo, te clava los ojos con su mirada de acero y responde: Es evidente que te equivocaste si pensabas que me importaría. Además antepone un señor al nombre de todos los autores que leemos. Por ejemplo, dice el señor Shakespeare o el señor Jonson. Como si no fueran de veras famosos escritores, sino personas comunes corrientes que trabajan en un banco o algo por el estilo. Excepto cuando se trata de Charles Dickens, a quien llama el querido señor Dickens. Se le humedecen un poco los ojos cada vez que habla de él, lo cual sucede a menudo. Hace tres años que estudio literatura con la señora McCracken y nunca hemos leído nada escrito con posterioridad a 1900, porque cada vez que nos encontramos con Historia de dos ciudades o David Copperfield, o cualquiera de sus obras, la señora McCracken exclama: Oh, chicos, el señor Dickens tenía tanto talento que todavía no puedo decidirme a seguir adelante. ¿Qué les parece si leemos Grandes ilusiones?; y así hasta las vacaciones de verano.
Muy bien, alumnos: por favor, abran el texto del señor Homero en el renglón 137 ordenó la señora McCracken, a la vez que daba agudos golpecitos con su lápiz sobre el escritorio . ¿Quién quiere empezar a leer?
Suspire. No sé porque tenía la sensación de que mi último año iba a ser un gran engorro. No sólo por la clase de literatura y su inmutable lista de lecturas. Se trataba de mí, Demi Merrill, y de mi inmutable vida social. En el rating de popularidad, supongo que estoy justo en el medio. Eso significa que siempre me las arreglo y encuentro un acompañante para las fiestas de

promoción, pero nunca para el Gran Baile de Otoño. Las chicas realmente populares tienen invitaciones para todas las fiestas. Katie Crimson, por ejemplo, mi mejor amiga fue a más o menos quinientos bailes desde que tenía, doce años. Debo admitir que ser la mejor amiga de alguien tan popular me ha dado cierto grado de respetabilidad.
Soy respetable, sí, pero no es porque brille en alguna forma especial. Quiero decir que no tengo un novio y no pertenezco a ningún grupo determinado. La mayor parte de la gente me tiene como la hija del director… un artefacto escolar tan permanente e inevitable como el lavatorio de los baños, pero no mucho más atractivo. En realidad, aunque no soy una alumna de promedio diez, ni una soplona, ni una persona obediente, de alguna manera la reputación de ser… ¡tan buena, pobre!. A veces pienso que todo eso viene incluido en el hecho de ser la hija del director; básicamente, tendría que haber ido por ahí sembrando bombas y copiándome en los exámenes para la gente se de cuenta que no soy tan buenita.
Con todo, no podía menos que soñar que este año sería distinto. Tal vez dejara de ser Demi Merrill, la hija del director, y empezara a ser popular o hermosa o sociable. Tal vez…
Demi Merrill llamó la señora McCracken, interrumpiendo mis cavilaciones ¿Tendrías la amabilidad de leer en voz alta para nosotros?
Otra cosa negativa de la señora McCracken. La manera en que dice: ¿Tendrías la amabilidad? o ¿Te importaría?. Es su forma de recalcar que somos estudiantes y que, por más que, por más que nos importe, no podemos decirlo porque estábamos a punto de recibirnos.

Abrí mi ejemplar de La odisea y comencé a leer en voz alta. En realidad, no me importa tanto. No es tan estresante porque los demás siguen la lectura en sus textos. Además, después los profesores no vuelven a llamarte porque consideran que ya has participado lo suficiente.
Las ventanas del aula estaban abiertas y la cálida brisa de septiembre golpeaba en las persianas. Escuché como mi propia voz bajaba y subía al ritmo de las palabras. Llegué a la parte en que Ulises y sus compañeros asestan el golpe contra el ojo del cíclope:
Después, entre todos, alzamos el palo y lo introdujimos con gran fuerza en el ojo del gigante dormido, que chirrió como cuando el herrero enfría un hierro al rojo…
¡BAM!
Mi voz se quebró y yo prácticamente me salí de la piel, dado que el ruido se había producido justo detrás de mí. Me dí vuelta en mi asiento y vi a Brad Hopkins, el capitán del equipo de futbol, tendido en el piso con los ojos cerrados y un enorme chichón en la frente.
¡Santo Dios! exclamó irritada la señora McCracken desde su atril . Señor Hopkins, ¿Tendría la amabilidad de volver a ocupar su asiento?
Las pestañas de Brad aletearon, pero él no se despertó.
Robin Christiansen, que estaba sentado junto a Brad, levantó la mano.
Señora McCracken, Brad se desmayó.
La señora McCracken frunció el señor. Dio la vuelta a su escritorio y se ubicó para ver mejor a Brad.
¡Oh caramba! musitó.
Se apresuró a recorrer el pasillo y se arrodilló junto a él.
¿Bradley? le dio unas palmaditas en la mejilla. Bradley ¿estás bien?
Brad gimió. Abrió los ojos y vio a la señora McCracken. Volvió a cerrar los ojos.
¿Bradley? La voz de la señora McCracken se hizo más aguda. ¡Bradley, despierta!
Él lanzó un gran suspiro y habló con los ojos todavía cerrados.
Creo… creo que me desmayé.
La señora McCracken también suspiró.
Ya lo veo dijo ¿Qué ocurre? ¿No desayunaste esta mañana?
Brad tragó saliva.
No. Quiero decir, sí, desayune. Fue sólo que… oír lo de… lo del palo ardiente…
Volvió a tragar saliva.
La señora McCracken se acomodó sobre sus talones y le dio unas palmaditas en las manos.
Vamos, vamos, Bradley dijo con energía No hace falta que hables más del asunto. ¿Quieres ir al consultorio de la enfermera Carlin?
Él hizo un gesto afirmativo.
¿Puedes caminar?
Brad asintió.
Los labios de la señora McCracken se fruncieron ligeramente.
Te convendría abrir los ojos, Bradley. Se puso de pie. Demi, si fueras tan amable, ¿tendrías la bondad de acompañar a Bradley al consultorio de la enfermera Carlin, dado que fue tu apasionada lectura lo que pareció impresionarlo?
Volvió al frente del aula golpeando los tacones contra el piso.
Ayudé a Brad a levantarse y salimos con paso lento al vestíbulo. Mientras nos alejábamos, oí que la señora McCracken decía:
Bien, jóvenes, creo que todos acabamos de ser testigos de que el poder de la literatura es realmente grande.
Puse los ojos en blanco. Ya podría ver la pregunta del examen final: ¿Qué poderosos versos de La odisea, hicieron que Bradley Hopkins se desmayara?.
Brad se frotó la frente.
Yo traté de no mirar el espantoso chichón que tenía sobre el ojo.
¿Estás bien? pregunté con voz suave.
Él dejó escapar una bocanada de aire y sonrió.
Sí, o al menos creo que lo estaré.

Caminamos en silencio. Brad Hopkins es la estrella de atletismo de la escuela y resulta muy buen mozo a su manera, con su cuerpo enrome y macizo. Probablemente muchas chicas se habrían sentido emocionadas de acompañarlo a cualquier lado, incluso al consultorio. Pero yo conozco a Brad desde el jardín de infantes. No era emocionante para mí, sólo era un poco más de todo aunque a lo que estaba acostumbrada: Brad en su rol de muchacho popular, y yo en mi rol de solicita hija del director. 

Mi Adorable Rebelde



Demi y Joseph no podían ser más diferentes. Y los opuestos se atraen… ¿o sí?

Demi Merill sabe que Joseph Conner a quien solo parce interesarle infringir toda las reglas posibles sinónimo de problemas. De modo que cuando él hace su aparición en la Escuela Secundaria Knox, ella trata a toda costa de evitarlo.

Una picardía que sale mal obliga a Joseph a cumplir un insólito castigo que implica trabajar en la casa de Demi. Ahora ella no puede huir de sus desafiantes ojos verdes…. Y ya no esta tan segura de querer hacerlo.


¿Es posible que detrás de esa conducta rebelde es cuando después de todo un muchacho sensible? 

sábado, 25 de mayo de 2013

La Chica que A La Que Nunca lo Miro Capitulo final 37



–Porque no puedo imaginarme un día en que me levante sin ti a mi lado. Te amo, Demi y aunque no me correspondas, quiero poner mis cartas sobre la mesa…
 –Cuando dices que me amas…

 –Te quiero. Con ataduras. Tantas ataduras que te enredarías intentando deshacer los nudos.
 –Yo también te quiero –afirmó ella, sin poder contener una sonrisa–. ¿De qué ataduras estás hablando?
 –Te lo diré después.

 El médico había llegado. Era un hombre muy alto y fornido, de pelo cano. Su expresión severa se relajó cuando hubo terminado su examen. Aceptó la taza de té que le ofrecieron y les informó de que no era nada grave. Tenía la tensión un poco alta, pero no era nada que un poco de relajación y descanso no pudieran aliviar.

 El sangrado pasaría y había hecho bien en tumbarse. Había escuchado el corazón del bebé y todo estaba bien. Además, ella estaba en buenas manos, lo sabía porque conocía a Joseph desde que había nacido, pues él había atendido el parto.

 Demi lo escuchó aliviada y sonrió. Al mismo tiempo, no podía dejar de pensar en lo que Joseph acababa de decirle. La amaba. ¿Lo habría dicho para tranquilizarla?, se preguntó y lo miró a los ojos, tratando de calmar sus dudas.

 La mirada de James la inundó de calidez. Sin embargo, había estado tan convencida de que no la amaba que se resistía a creerse lo contrario.

 Él debió de leerle la mente porque, en cuanto el médico se hubo ido, la ayudó a tumbarse en el sofá, rodeándola de cojines, a pesar de las protestas de ella, diciendo que no era una inválida.
 –Ya no sé si creerte, después de que me has estado ocultando lo de los mareos –le reprendió él.
 Demi se incorporó y lo abrazó.
 –Y yo no sé si creer lo que me has dicho antes…

 –Sabía que estabas dándole vueltas –comentó él y suspiró, tomándola de la mano–. Y no te culpo. Sé que te dejé claro desde el principio que no quería nada serio y que te conté la historia que lo justificaba. Mi vida era el trabajo y no imaginaba que ninguna mujer pudiera ser más importante que eso. No me di cuenta de lo que sentía por ti hasta que te fuiste a París. Me había acostumbrado a tenerte siempre a mi disposición.

 –Lo sé –reconoció ella–. Yo era para ti una chica con la que podías relajarte, pero no te fijabas realmente en mí. No hacías más que salir con rubias exuberantes y eso mermaba mi confianza. Cuando me licencié y conseguí ese trabajo en París… me invitaste a cenar. Pensé que era una cita en toda regla. Creí que, al fin, habías comprendido que ya no era una niña, sino una mujer. Me emocioné tanto…
–Y yo te di calabazas.
 –Debería haber adivinado que nada había cambiado cuando me regalaste tarta con helado como sorpresa, con una bengala en lo alto.

 –Haría lo mismo ahora –afirmó él con una seductora sonrisa–. Te encanta la tarta con helado. No te di calabazas porque no me gustaras.
 –Pues a mí me lo pareció.

 –Estabas a punto de irte al extranjero. Cuando me besaste, me sentí como un viejo verde aprovechándose de una joven inocente y llena de vida. Pensé que te merecías algo mejor, pero me costó mucho apartarme. Nunca te había tocado antes. Estaba tan excitado… Deberíamos haber hablado de todo esto mucho antes.

 –Yo no era capaz. Tenías razón. Era inocente y demasiado joven. No era lo bastante madura como para hablar de ello. Lo viví como el más vergonzoso de los rechazos y quise salir huyendo –reconoció ella y lo miró con ternura–. Decidí labrarme mi propia vida en París y, en cierta forma, lo hice.

 –Claro que sí. Me dejaste conmocionado cuando volví a verte en casa de tu padre. No eras la misma chica que se me había insinuado años atrás. No podía dejar de mirarte.
 –Porque había cambiado mi aspecto externo…

 –Eso pensé yo –confesó él–. No quería darle muchas vueltas. La atracción era muy grande y tú eres la mejor amante que he tenido nunca.
 –¿Sí? ¿De veras? –preguntó ella con una sonrisa de entusiasmo.
 –Ahora te toca a ti.

 –Lo sé. Me había pasado años soñando despierta contigo y, justo cuando había pensado que lo había superado, nos encontramos y descubrí que seguía loca por ti. Cuando nos hicimos amantes… fue lo más maravilloso del mundo –aseguró ella, recordando su primera vez–. Nunca creí que fuera a quedarme embarazada y lo más curioso es que lo que falló fue mi preservativo, el que había llevado a esa cena hacía cuatro años.
 –¿Para usarlo conmigo? –preguntó él, atónito–. No lo dices en serio.

 –Muy en serio. No quería deshacerme de él, incluso creo que debió de caducar. Tampoco ayudó mucho a su conservación el estar rodando en mi bolso con un montón de cosas más –explicó ella–. Cuando me di cuenta del embarazo, tuve que enfrentarme a la verdad. Yo estaba segura de que te gustaba porque nos conocíamos desde hacía mucho, pero que no me amabas.

 –El amor no estaba en mis planes. Solo sé que me soltaste la noticia bomba y lo más razonable me pareció casarnos. No me paré ni a pensar que podrías rechazarme.
 –Si hubiera sabido…
 –¿Te puedo confesar algo?

 –¿Qué?
 –Mandé reformar esta casa especialmente para ti.
 –¿Qué quieres decir?
 –En cuanto la vi, supe que era para ti, y eso fue antes de descubrir que estabas embarazada. Cielos, no quería darme cuenta de lo que sentía. Desde el momento en que empecé a pensar en acomodarte en una casa, debí haber adivinado que me había enamorado de ti.
 Demi lo miró emocionada y lo rodeó con sus brazos.

 –Cuando renunciaste a la idea de casarnos, pensé que en el fondo estabas aliviado porque yo me hubiera negado… La mayoría de los hombres se habrían sentido atrapados con un embarazo no deseado…

– ¿Aliviado? –Repitió él, riendo, y le acarició el pelo–. Pues yo creía que tú preferías esperar a tu hombre ideal y que, por eso, me habías rechazado… Ansiaba que ese hombre fuera yo, pero tampoco quería presionarte demasiado, por si te agobiabas y decidías apartarte de mí.
 –Sí quiero casarme contigo. No sabes cuánto. Lo que no quería era un matrimonio de conveniencia. Odiaba pensar que me lo ofrecías por obligación.

 –Bueno, pues lo que te pido es si quieres ser el amor de mi vida. ¿Quieres casarte conmigo?
 La boda fue discreta y familiar. La pequeña Emily nació sana y fuerte. Estaba gordita y rosada, con pelo oscuro y tanto Demi como Joseph se enamoraron de ella a primera vista.
 Para haber sido tan reacio al compromiso, Joseph se adaptó sin problemas a su nueva vida. Volvía temprano a casa por las tardes y muchas veces trabajaba desde casa.

 Demi iba a tener que acostumbrarse a tenerlo cerca porque, tal y como él la informó, estaba cansado del ajetreo de la ciudad. El entorno urbano no era lugar para criar a todos los hijos que habían pensado tener. Además, él ya tenía más dinero del que podían gastar en toda una vida. ¿Por qué perder el tiempo trabajando más cuando había cosas más satisfactorias?
 Y no había duda de a qué cosas se refería.

Demi bromeaba con él respecto a lo mucho que había cambiado. Y estaba dispuesta a pasarse toda la vida devolviéndole con creces la felicidad que le había proporcionado…



La Chica que A La Que Nunca lo Miro Capitulo 37




Tengo mucho miedo. Lo siento, Joseph. Seguro que solo necesito descansar.
 Él se arrodilló a su lado y le tomó la mano.

 –No eres médico, Demi. No sabes lo que necesitas. Gregory es el mejor de Londres y es amigo personal de mi familia. Le he preguntado si era mejor llevarte yo al hospital o llamar una ambulancia, pero me ha dicho que vendrá a verte a casa primero. Me has asustado mucho.
 –No era mi intención.

Joseph quiso saber cuáles eran sus síntomas y le hizo una batería de detalladas preguntas. Cuando le confesó que llevaba un libro de embarazo en el maletín, ella sonrió.
 –A veces, el conocimiento es peligroso, Joseph.
 –¿Por qué no me habías dicho que los mareos no habían cesado?

 –No quería preocuparte. No pensaba que fuera importante… –contestó ella.
 Además, Demi no había querido ni pensar que algo podía enturbiar su idílica felicidad. Sin embargo, los problemas no podían superarse ignorándolos y, en ese momento, había que enfrentarse a ellos.
 –Sé que me vas a decir que no es el momento adecuado para hablar de esto, Joseph, pero…
 –Adelante.

 –No sabes lo que te voy a decir…
 –Sí –afirmó él con una sonrisa provocativa–. ¿Crees que no te conozco? Cada vez que vas a sacar un tema delicado, te humedeces los labios con la lengua y empiezas a tocarte el pelo.
 –No pensaba que te dieras cuenta de esas cosas.

 –Te sorprendería saber de todo lo que me doy cuenta –apuntó él–. No vas a perder el bebé.
 –¿Y si lo pierdo? –le espetó ella en un arranque de valor. Entonces, cerró los ojos e intentó calmarse respirando hondo.

 –Entonces, es buen momento para hablar de qué pasaría con nosotros, antes de que llegue Gregory. No te sienta bien estresarte, pero necesito decirte algo.

Demi lo miró con resignación. Esperaba que él le dijera que su acuerdo no sobreviviría un aborto. Era mejor hablar de ello de una vez, en lugar de seguir ahí tumbada, fingiendo que todo andaba bien. Y, si no perdía al bebé, era mejor saber cuál sería el próximo paso. Se dio cuenta de que, a pesar de la felicidad que había experimentado en las últimas semanas, siempre había existido la venenosa sombra de la duda sobre su relación.

 –Sé que compartir esta casa no era lo que tenías en mente cuando supiste que estabas embarazada. Vivías en pos de la aventura y, de pronto… el destino tiene otras cartas para ti…
 –¿Qué quieres decir con que vivía en pos de la aventura?

 –Quiero decir… –respondió él y suspiró–. Dejaste tu casa en Kent para irte a París y volviste convertida en una persona nueva. Eres muy sexy y tienes mucho por descubrir.
 –Yo no me considero tan aventurera.

 –Te involucraste en una relación conmigo para satisfacer un deseo de adolescencia, pero sé que sigues queriendo conocer mundo.
 –¿Ah, sí?

 –Claro que sí. Lo comprendí cuando me dijiste que lo nuestro no era un asunto zanjado. Eso significaba que se zanjaría algún día –señaló él y apartó la mirada–. Supongo que te presioné un poco cuando te propuse vivir juntos. Ya habías rechazado casarte conmigo. Admito que te hice un poco de chantaje. ¿Cómo ibas a rechazar casarte y rechazar también la otra alternativa razonable sin parecer una egoísta?

 –Acepté porque me pareció una buena idea –confesó ella con el corazón acelerado.
 –Sí, no ha estado mal, ¿verdad?

Demi asintió, conteniéndose para no admitir todo lo que sentía. ¿Y si le decía que habían sido las semanas más felices de su vida?

 Joseph había sido atento, afectuoso, protector y, como siempre, divertido y entretenido. Había vuelto temprano del trabajo para cocinar para ella. Había soportado las visitas frecuentes de Ellie y sus historias sobre su vida amorosa. Había consentido su debilidad por las teleseries y le había preparado tazas de infusión siempre que ella había querido. La había malcriado y ese era el problema. La suya parecía una relación de verdad.

 Sin embargo, no tenía un anillo en el dedo y lo que más asustaba a Demi era que, si no había bebé que los uniera, pronto se separarían.

 –Voy a decirte algo, Demi. Puede que te sorprenda, pero debes saberlo antes de que llegue Gregory.

 Joseph la miró y sintió que el suelo se movía bajo sus pies. Siempre había sido capaz de predecir el resultado de sus decisiones y sus acciones. Pero eso había sido en lo relativo a los negocios. Se había dado cuenta de que, en lo que tenía que ver con los sentimientos, todo era impredecible.

Demi se preparó para lo peor. Se recordó a sí misma que era mejor saber la verdad y aceptarla de una vez.
 –Si pierdes este bebé… y no creo que eso pase… De hecho, creo que igual no habría hecho falta llamar a Gregory, pero siempre es mejor actuar sobre seguro…

 –Di lo que tengas que decir –le pidió ella–. Soy yo quien se pone a hablar sin parar cuando está nerviosa.
Joseph abrió la boca para decirle que no estaba nervioso, pero no era cierto.
 –Pase lo que pase, quiero casarme contigo, Demi. De acuerdo, me conformaría con vivir juntos. No quiero apresurarte y, viviendo juntos, al menos, puedo intentar hacerte cambiar de idea. Pero quiero que nos casemos, con bebé o sin bebé.

 Ella lo miró en silencio durante unos segundos interminables. Tanto, que James comenzó a temer que no iba a estar de acuerdo.

 –Lo hemos pasado muy bien. Lo has dicho tú misma –le recordó él con tono defensivo.
 –Muy bien –susurró ella al fin. Los ojos se le llenaron de lágrimas. Las hormonas del embarazo la habían hecho muy sensible. Quizá, también le hacían oír cosas en su imaginación.
 –¿Estás diciendo que quieres que nos casemos… pase lo que pase?
 –Pase lo que pase.
 –Pero no entiendo por qué.